El sol era demasiado brillante. Más que el sol, eran las nubes,
demasiado blancas, que reflejaban la luz solar con exasperante
brillantez. Apenas sí podía mantener abiertos los ojos, y por el
esfuerzo sentía como fruncía el ceño exageradamente. Inútilmente ubicaba
mi mano como visera sobre mi frente, para tratar de aplacar la
irritación que sentía. Un imponente acantilado se enfrentaba a mi
presencia. Era un abismo claro y límpido, repleto de enormes rocas en su
base, contra las que chocaban las incontenibles olas del mar; se
generaba así, en el fondo, una espléndida espuma blanca que recordaba
los bordes acaramelados de la torta de matrimonio de mi hermana.
El
sonido de las olas era magnífico. No tenía nada más que cerrar los ojos
para transportarme hasta la profundidad de la nada y evadirme así de la
absurda pesadez del todo. A mi lado, tomando mi mano, la gran y
primigenia hacedora de mi destino. Aquel ser maravilloso que me tuvo en
su vientre durante los meses más cálidos y fabulosos de mi existencia;
la primera imagen que mis ojos contemplaron, y la memoria más intangible
que mis recuerdos atesorarían para la eternidad. Sus brillantes ojos
azules estaban cerrados, y por debajo de sus párpados corrían
irrefrenables lágrimas. De mis ojos también brotaba el llanto, aunque
más contenido, o quizás más agotado.
Una lejana mañana
floreciente, el aroma del pan caliente me había despertado el hambre. Me
encontraba recostado terminando una de las Ficciones de
Borges, cuando comprendí que era hora de alistarme para salir al
trabajo. Escuché desde la cocina la voz de mi hermana; al parecer
discutía algo con mi madre. Cuando me senté para desayunar, sonreían con
total autenticidad, lo que me tranquilizó. Probé el pan y resultó tan o
más delicioso de lo que su aroma prometía. Caí en un repentino
embelesamiento: es que el café cargadito, el pancito suave y caliente, y
los huevos revueltos en su punto.
En cierta noche del pasado
cercano, empecé a temblar. No recuerdo si desperté de una pesadilla, o
si no había podido conciliar el sueño y había caído en una especie de
letargo indefinible, un trance de esos en los cuales resulta imposible
saber a ciencia cierta si se está medio despierto, medio dormido, o
medio muerto. La cosa es que de repente temblaba. Miré al techo y lo
veía exactamente igual que siempre. Quise tornar un poco la mirada, pero
no pude. Quise respirar con más tranquilidad, pero fue inútil. Quise
abrazar a mi ser amado, pero no existía. Entonces comprendí que estaba
solo.
Existe una tierra donde hay mariposas con cabeza de
unicornio. Es decir, son seres minúsculos que vuelan, y cuyas alas
pueden adquirir los colores más variopintos. Sin embargo, tienen la
cabeza como la de un pony, y les adorna un cuerno de cristal
transparente y gelatinoso. Dichos seres son inofensivos, al menos con
los que nos hacemos llamar humanos, porque vaya a saber si son unos
predadores fulminantes con otros bichos. En esa tierra me encontré una
vez, y precisamente se posaron sobre mis hombros decenas de dichas
mariposas. Intenté descifrar los ruidos que hacían, pero eran
ininteligibles. Anhelé permanecer mucho más tiempo en aquel mundo, pero
de un momento a otro aparecí sentado en un restaurante esperando el
plato del almuerzo. El sitio estaba lleno, y el ruido de las
conversaciones se manifestaba como un incesante zumbido que aturdía mis
oídos. Miré por aquí y por allá: el señor de la corbata azul, la mujer
del peinado feo, la niña del vestido rosa, los hermanos peleándose por
boberías, y la dulce muchacha de lentes y suéter colorido. Busqué su
mirada, la de la dulce muchacha, hasta que la encontré. Por milésimas de
segundo nos vimos, hasta que finalmente tornó su mirada y continuó en
lo suyo. Me encontré entonces de camino a casa, observando el
interminable correteo de la masa, y sufriendo en silencio su bullicio.
Te
quedas en medio de una conversación que no te interesa en lo más
mínimo. Pretendes interesarte, haces algún comentario suelto, te ríes
por seguir la corriente. Caminas por la calle solo, y te imaginas
acompañado. Caminas con compañía, y te imaginas en la comodidad de tu
sillón, escuchando la música que más te llena, llorando de gusto por el
placer de las melodías. Un buen libro y un café en su punto, junto al
amor de tu vida, los dos en silencio, leyendo; a ratos rozan los dedos
de sus pies, a ratos se ríen sin razón, a ratos se miran con pasión. A
ratos hacen el amor, y a ratos amanecen con un beso. Te imaginas todo
ello, y luego duermes. Te despiertas temblando. No sabes si estás medio
despierto, medio dormido, o medio muerto.
Me miró finalmente con
sus ojos azules y me sonrió. Los dos lloramos al unísono. Nos abrazamos.
Habíamos comprendido que vivíamos el uno para el otro, habíamos
comprendido que éramos nuestra razón de vivir. Así que juntos, tomados
de la mano, saltamos al acantilado.
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