El pesado aroma salino del puerto mediterráneo era ya ampliamente
perceptible entre las estrechas callejuelas de la ciudad fenicia. El
tempranero brote primaveral atizaba la ya de por sí etérea e invisible
manifestación de los reflujos marinos. El cielo lucía incólumemente
azul, y pacientemente pintarrajeado con unos suaves trazos de
blanquecino pastel, que adquirían formas de un esplendor tan solo
apreciable por los espíritus más inocentes. Mi mirada se hallaba posada
en el ir y venir de los desgastados dedos de un guitarrista árabe, que
había llegado hace muchísimos años a tierras andaluzas, y que pronto
había alcanzado la fama como uno de los mejores en el requinto flamenco.
Sus días de gloria, sin embargo, hace poco habían terminado, y ahora
dedicaba sus ratos libres a complacer a los turistas -la mayoría de
ellos absolutamente incapaces de apreciar su talento, pero lo
suficientemente esnobistas como para sacarle fotografías y cruzarle unos
pocos pesos- con sus maravillosos arpegios. Me conocía ya de varios
meses, por la costumbre mía de pasar siempre por la callejuela donde
solía instalarse. En una ocasión, cuando uno de los cuatro aguaceros que
caen al año en la ciudad nos sorprendió desprevenidos, juntos nos
acomodamos sentados bajo un breve tejado a guarecernos de las aguas. Por
alguna incuestionable casualidad, justamente venía yo de comprar un
whisky de esos de etiqueta, pero ni tan barato ni tan caro. Con el
espectáculo del alboroto de transeúntes enloquecidos corriendo de un
lado a otro frente a nosotros, decidimos acabarnos ahí mismo toda la
botella, al ritmo de sus impecables notas y de mi espantosa voz. Las
últimas gotas de lluvia nos encontraron ebrios, y riéndonos como dos
niños. Como la noche ya empezaba a caer, nos despedimos con un abrazo
sincero de borrachos; y al alzarle mi mano a la distancia, claramente
recuerdo que me dijo, “cuando ‘ella’ cruce por esta calle, yo estaré
tocando tu canción, palabra”. Dicha frase se quedó incrustada en el
fondo de mi pensamiento, como un recuerdo escondido. Sin embargo, no
dejaba de ser más absurda que enigmática, pues lejos estaba yo de tener
una “ella” en esas épocas. Por eso supuse que fue nada más que un último
resoplo de la algarabía embriagante que habíamos vivido durante la hora
previa.
Entonces estaba ahí contemplándolo y recordando un poco todas las vivencias de aquellos meses, desde que había llegado a la ciudad. Se me escurrieron sin querer un par de lágrimas ante la evidencia del adiós, ante la infausta certeza de la partida. Y, sin embargo, aún estaba lejana, aún me quedaba un buen tiempo más allí, pero ya sentía la inminencia del desprendimiento, de la despedida. Meditándolo un poco, creo que quizás era más bien la sensación de vacío, de inconformidad, de insatisfacción por lo nunca acontecido; o quizás un breve brote de temor por la muerte. Es que uno muchas veces se pasa temporadas eternas esperando el suceso magnífico que cambiará el curso de la historia, aquel hecho inolvidable que doblará las campanas y nos aventurará hacia nuevas realidades. Pero el futuro al final termina siendo nada más que una proyección de un presente idealizado, pero de por sí ya frustrado; porque en definitiva, en las solitarias noches de nostalgia y reflexión, uno se ve a uno mismo en un ahora ficticio, pero que por las oscuras estratagemas de la esperanza, termina pareciéndonos un futuro posible. Eso nunca es así, ya que las expectativas siempre superan, y por mucho, las posibilidades. Entonces se cae en el juego tramposo de, o bien ponerse expectativas lo suficientemente amplias como para que lo alcanzable sea lo más ancho posible, o bien suficientemente estrechas como para no sobreilusionarse con futuros improbables. Cualquiera de los dos escenarios lleva en todo caso siempre a la depresión.
Volviendo a lo anterior, le sonreí y le hice una mueca de saludo, a la que él respondió con un casi imperceptible guiño de ojo. Caminé entonces rumbo a la playa, con el sol a mi costado escondiéndose detrás de los edificios, y con el par de lágrimas secas sobre mis mejillas. Miré hacia el cielo para asegurarme que no habría peligro de lluvias, en el instante preciso en que una gota aleatoria se aproximaba hacía mí; cayó sobre mi frente, casi justo en mitad de mis ojos. Me provocó una extraña frescura que se expandió por todo mi cuerpo. No me quedó más remedio que sonreír e imaginar que alguna nube quiso mandarme un saludo de cortesía. Volví mi mirada hacia el frente, aún un poco nublada, y de repente empecé a divisar una silueta familiar. Conforme las gotas se multiplicaban a mi alrededor, comencé a notar cada vez más los rasgos precisos de la personificación tantas veces anhelada de “ella”. Es que he mentido. Es que he abusado de las palabras para negar la verdad. Mi buen amigo el guitarrista no lo sabía, pues no se lo había contado, pero quizás lo había adivinado en mi mirada, en mi voz, en mi aura; no me sorprendería, ya que se trataba no solo de un profundo conocedor del espíritu humano, sino también de un alma imperecederamente sensible, a lo que habría que sumar sus ya abultados años de experiencia. Lo cierto es que ella apareció, porque ella sí existía. Entonces, conforme me iba empapando, sus inolvidables rizos dorados, en los que me podría perder para el resto de mis días, se iban marcando cada vez más en el espacio. Sus ojos claros y brillantes, en los que una tarde de algún mayo, durante unos segundos, fui acogido y rescatado del olvido, se dibujaban con inaudita perfección. Varias gotas traviesas ya se paseaban por las comisuras de sus invariables labios rosados, esos que casi siempre enmarcaban una extraña mueca que anhelé desdibujar con los míos desde que los vi por vez primera. Y asomó también su nariz, apenas fina y redondeada, en la que soñé innumerables ocasiones recorrer con la mía para abrirme paso y volar hasta encontrar su boca. Sonreía mientras se acercaba a mí. Se le escapaban algunas lágrimas, igual que a mí. Todo mi ser insistía en que aquellos instantes fueran eternos, que nunca terminaran, que permanecieran suspendidos en el tiempo. Su caminar pausado y homogéneo, el delicado zigzagueo de sus caderas; su vieja chompa de cuero y su eterna bufanda dorada. Era ella.
Llevaba la cuenta de cuatro aguaceros ese año, por lo que el cupo ya estaba cumplido. Un quinto resultaba inusual. Pero precisamente en el quinto aguacero de aquel año, mi amigo el guitarrista flamenco, ya más andaluz que árabe, o quizás por ello mismo tan lo uno como lo otro, tocó mi canción. La abracé, la miré a los ojos, nos tomamos de las manos, lloramos en un abrazo incandescente, y supimos que todo valió la pena; que valió la pena toda una vida, para tan solo encontrarnos esa vez. Y así, finalmente fuimos, lejos de la muerte.
Entonces estaba ahí contemplándolo y recordando un poco todas las vivencias de aquellos meses, desde que había llegado a la ciudad. Se me escurrieron sin querer un par de lágrimas ante la evidencia del adiós, ante la infausta certeza de la partida. Y, sin embargo, aún estaba lejana, aún me quedaba un buen tiempo más allí, pero ya sentía la inminencia del desprendimiento, de la despedida. Meditándolo un poco, creo que quizás era más bien la sensación de vacío, de inconformidad, de insatisfacción por lo nunca acontecido; o quizás un breve brote de temor por la muerte. Es que uno muchas veces se pasa temporadas eternas esperando el suceso magnífico que cambiará el curso de la historia, aquel hecho inolvidable que doblará las campanas y nos aventurará hacia nuevas realidades. Pero el futuro al final termina siendo nada más que una proyección de un presente idealizado, pero de por sí ya frustrado; porque en definitiva, en las solitarias noches de nostalgia y reflexión, uno se ve a uno mismo en un ahora ficticio, pero que por las oscuras estratagemas de la esperanza, termina pareciéndonos un futuro posible. Eso nunca es así, ya que las expectativas siempre superan, y por mucho, las posibilidades. Entonces se cae en el juego tramposo de, o bien ponerse expectativas lo suficientemente amplias como para que lo alcanzable sea lo más ancho posible, o bien suficientemente estrechas como para no sobreilusionarse con futuros improbables. Cualquiera de los dos escenarios lleva en todo caso siempre a la depresión.
Volviendo a lo anterior, le sonreí y le hice una mueca de saludo, a la que él respondió con un casi imperceptible guiño de ojo. Caminé entonces rumbo a la playa, con el sol a mi costado escondiéndose detrás de los edificios, y con el par de lágrimas secas sobre mis mejillas. Miré hacia el cielo para asegurarme que no habría peligro de lluvias, en el instante preciso en que una gota aleatoria se aproximaba hacía mí; cayó sobre mi frente, casi justo en mitad de mis ojos. Me provocó una extraña frescura que se expandió por todo mi cuerpo. No me quedó más remedio que sonreír e imaginar que alguna nube quiso mandarme un saludo de cortesía. Volví mi mirada hacia el frente, aún un poco nublada, y de repente empecé a divisar una silueta familiar. Conforme las gotas se multiplicaban a mi alrededor, comencé a notar cada vez más los rasgos precisos de la personificación tantas veces anhelada de “ella”. Es que he mentido. Es que he abusado de las palabras para negar la verdad. Mi buen amigo el guitarrista no lo sabía, pues no se lo había contado, pero quizás lo había adivinado en mi mirada, en mi voz, en mi aura; no me sorprendería, ya que se trataba no solo de un profundo conocedor del espíritu humano, sino también de un alma imperecederamente sensible, a lo que habría que sumar sus ya abultados años de experiencia. Lo cierto es que ella apareció, porque ella sí existía. Entonces, conforme me iba empapando, sus inolvidables rizos dorados, en los que me podría perder para el resto de mis días, se iban marcando cada vez más en el espacio. Sus ojos claros y brillantes, en los que una tarde de algún mayo, durante unos segundos, fui acogido y rescatado del olvido, se dibujaban con inaudita perfección. Varias gotas traviesas ya se paseaban por las comisuras de sus invariables labios rosados, esos que casi siempre enmarcaban una extraña mueca que anhelé desdibujar con los míos desde que los vi por vez primera. Y asomó también su nariz, apenas fina y redondeada, en la que soñé innumerables ocasiones recorrer con la mía para abrirme paso y volar hasta encontrar su boca. Sonreía mientras se acercaba a mí. Se le escapaban algunas lágrimas, igual que a mí. Todo mi ser insistía en que aquellos instantes fueran eternos, que nunca terminaran, que permanecieran suspendidos en el tiempo. Su caminar pausado y homogéneo, el delicado zigzagueo de sus caderas; su vieja chompa de cuero y su eterna bufanda dorada. Era ella.
Llevaba la cuenta de cuatro aguaceros ese año, por lo que el cupo ya estaba cumplido. Un quinto resultaba inusual. Pero precisamente en el quinto aguacero de aquel año, mi amigo el guitarrista flamenco, ya más andaluz que árabe, o quizás por ello mismo tan lo uno como lo otro, tocó mi canción. La abracé, la miré a los ojos, nos tomamos de las manos, lloramos en un abrazo incandescente, y supimos que todo valió la pena; que valió la pena toda una vida, para tan solo encontrarnos esa vez. Y así, finalmente fuimos, lejos de la muerte.