Entonces estuvimos aquella vez pensando en los pormenores de nuestros
planes. Cada cual iba a tomar una determinación específica, que en principio
nada tendría que ver con la otra, pero que ineludiblemente, por los azares de
la costumbre y la rutina, se entremezclarían sin remedio. Empezamos, pues, con
un buen trago de vino cada uno, que con buen criterio habías servido
previamente 'por si acaso'. Dos generosas copas, de un vino nada despreciable;
aunque como era común en ti, seguramente apenas lo catarías con la punta de tu
lengua, mientras me dejarías a mí emborracharme hasta empezar a contar
historias fantásticas de dudosa ocurrencia, pero que te divertían de formas que
yo nunca de verdad llegué a comprender. Con el lápiz que te había regalado tu madre hace dos
años, y que nunca habías osado usar hasta ese momento, iniciaste la
diagramación de tus planes para el fin de semana. Pensé que como siempre, ibas
a hacer una lista punto por punto de cada cosa: 8h00: Poner el café a pasar por
la máquina. 8h15: tomar la pastilla con el té de manzanilla. 8h30: comer el
desayuno: galleta integral, jugo de naranja, huevo cocido, café. 9:00: baño y
aseo... Todo eso pensé que programarías, pero me equivoqué. Cuando me percaté, al
cabo de unos minutos de estar vanamente intentando precisar mis propios planes,
observé que en realidad estabas haciendo un dibujo de esos que no hacías hace
años. Con el rabillo del ojo, pues no quería que te dieras cuenta de mi
espionaje, seguí atentamente los trazos y coloreadas que hacías, y al mismo
tiempo me perdía en las minucias: el zigzagueo de tu mano derecha con el lápiz
apretado, los ruidos apenas perceptibles que hacías con tus labios por la
concentración, el armonioso ir y venir de tu mirada, tus respiraciones a un
tiempo aceleradas a otro tiempo pausadas. Todo ese proceso maravilloso me
inquietaba hasta la médula, pues presentía que en él se escondía toda la
autenticidad de tu ser, toda la magnificencia de tu imponente espíritu, de tus
ocultas inquietudes. Me convencí a mí mismo, durante esos eternos instantes,
que eras tú misma manifestándote en toda tu magnitud, en todo tu portento, en
toda la cadencia de tu alma. Posiblemente no eran más que absurdas cavilaciones
de mi imaginación, pero lo cierto es que no podía perder pista ni por un
segundo de aquella partitura en ejecución que constituía el movimiento de tus
dedos y de tus manos. Estuve así durante un tiempo que difícilmente podría
definir, pero que sin duda debió ser sumamente extenso puesto que permitió que
prácticamente terminaras tu dibujo, o al menos desde mi perspectiva. Sin
embargo, lo que más me llamó la atención de toda esa extraña configuración, no
fue en sí el que te hubieras decidido repentinamente a hacer algo que no habías
hecho en muchos años, ni tampoco el que hubieras escogido para ello el regalo
tan preciado que te había hecho tu madre por uno de tus cumpleaños -que
recuerdo perfectamente, pero que omitiré por una licencia inconsulta de inusual
cortesía-. Nada de ello. Lo que en realidad me dejó casi estupefacto fue tu
final decisión de aparentar no haber hecho nada, esconder tu dibujo tras el
impulsivo trance que te trajo de vuelta a la realidad, y fingir que ya habías
hecho tus planes y preguntarme si ya había hecho yo los míos. Entonces te miré
a los ojos con acertado gesto inquisitorio, lo mantuve con suficiencia durante
el tiempo adecuado, y finalmente con medida timidez, pero con poco meditada
decisión, te inquirí sobre el dibujo que habías hecho. Ante tal afrenta a tu privacidad,
no pudiste menos que mirarme con cierta modulada ira; sin embargo, al darte
cuenta del despropósito de tu actitud, cambiaste poco a poco de semblante hasta
terminar carcajeándote de una manera espeluznante y francamente irreconocible.
Seguramente por constatar que mi reacción fue de total estupefacción,
retornaste de inmediato a tu estado natural de trabajada calma, y me miraste
con ternura y hasta afección. Sonreíste con sinceridad durante unos segundos, y
finalmente sacaste de entre los papeles el dibujo y me lo mostraste
directamente, sin precauciones ni detalles.
Me serviste una copa más de vino, luego ya de haberme terminado la
primera, y me pasaste una servilleta para que me limpiara los labios. Recordé
finalmente aquella vez en que me habías dicho que harías un dibujo de algo
siniestro y complicado de entender, que sucedería algún día de la nada, que
sería como un trance, que lo tenías por seguro ya que lo habías soñado con
extrema claridad en alguna siesta de tu niñez, y que no podías asegurarme lo
que sucedería después de eso. Que si tenía suerte -o mala suerte- estaría aún
contigo para verlo, y que luego de eso no aceptarías ningún reproche a
cualquiera de las decisiones que tomaras. Pues bien, aquel momento llegó y
entonces, tras acabarme la segunda copa de vino, esperé a que saliera de tu
boca alguna palabra que me condujera al túnel oscuro e inédito de la decisión
que tomarías, una a la que de por sí sabía que no estaría preparado para
afrontar ni asimilar. Me miraste a los ojos, te acercaste a mi boca con la
tuya, apretaste mis labios con el pulgar y el índice de tu mano izquierda, me soltaste un beso loco y pegajoso, y
me dijiste que habías decidido enamorarte de mí y que, por lo tanto, podía muy
bien empacar mis cosas y largarme, pues aquello no funcionaría sin alguna
promesa incumplida.
¿Cuál promesa era aquella que habría de incumplir?
- ¿Que nunca me separaría de ti?
- No, que nunca me dejarías enamorarme de ti.
Me levanté de la mesa y me comí la última tostada que aún quedaba, y me dijiste
que no me fuera, y aún no sé, hasta el día de hoy, lo que de verdad te
respondí.
domingo, 14 de febrero de 2016
Noches perdidas
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario