Ese curioso y reconfortante sonido. Un vaivén de infinitas armonías,
acompasado por el aleteo incesante de unas gaviotas arremolinadas al
unísono. Mis ojos cerrados; el recuerdo a flote sobre la marea
aletargada de pensamientos, atizada por virtud del amaderado elixir de
un antiguo licor. La oscuridad fulminante de la noche; de todas maneras,
ignorada por mis sentidos ante el destierro espontáneo al abandono de
mi habitación. Notas volátiles que se esconden detrás de oscuras
memorias.
Una boca. El recorrido fantasmagórico sobre un ombligo deslumbrante.
Transito sutilmente, como un tibio reguero, el estrecho desvarío de las
formas. Por una ruta inconcebible, encuentra la húmeda extensión de mi
paladar, el fulgurante nido del estremecimiento. Un puente de dulces
sensaciones me permite alcanzar los labios del regocijo. Una boca.
Abrir los ojos ante la soberbia, ante la realidad impertinente. Es
inútil evadirse. Es absurdo rehuir. La escapatoria es un espejismo, al
que crees aproximarte para comprobar que el final es el inicio del
dolor. Atajar con todas las fuerzas una razón para respirar, y sin
embargo negarse a tomar aire en medio del agotamiento del corazón. Una
luz que se atenúa con el paso de los segundos; el tiempo se diluye al
contemplarse en el renegrido espejo de la soledad.
Aprieto con mi mano izquierda la botella de champagne. Me he atado
bien los cordones de los zapatos, aunque aun así lo vuelvo a comprobar
antes de girar la llave de la puerta. Confirmo que voy olvidando mi
música y mis audífonos; los encuentro en el cajón y salgo raudamente.
Tres de la mañana. Me llama el mar. El vaivén de las olas requiere mi
presencia. La oscilación de mis latidos exige mi partida. Voy rumbo a la
playa, aunque en el fondo nunca sepa de verdad el destino al que me
conduce mi intuición. Olvido por un segundo eterno mi futuro, y perdono
por un instante fecundo mi pasado.
Las calles abandonadas. El alumbrado público difuminado por el
espectral efecto de la neblina. El frío se ha desvanecido; la madrugada
es abrigada, como si fuera el momento más propicio para la redención de
las memorias trasegadas. El planeta quizás rota porque no soporta que el
sol le contemple tan desvergonzadamente; en la claridad muestra lo
sublime, mientras en el lado que aparta hacia la oscuridad desfoga su
maledicencia. La oscuridad se revela más auténtica.
El mar me encuentra finalmente. Los zapatos y los calcetines están de
más; los pies anhelan el roce gélido del agua salada. La luna no existe
aquella noche. Un abigarrado espectáculo neblinoso y oscuro sublima mis
sentidos. La música circula por mis oídos y estremece mis entrañas,
deslumbra mis emociones, desencadena efluvios de placer a través de los
intersticios de mi deseo. Me recuesto sobre la arena y destapo la
botella. Me bebo del pico un par de sorbos dulces, y cierro los ojos
rendido ante una extrema lucidez.
Sin quererlo, unos dedos extraños rozan los míos. Evito dejarme
llevar por los miedos, y en cambio atajo la tibiez de su entrañable y
suave textura. Abro ligeramente los ojos y la veo en silencio; los suyos
cerrados, y una ligera sonrisa dibujada en su rostro. Un peculiar
brillo me permite notar sus facciones en medio de la neblinosa
oscuridad. La luna se ha aparecido de la nada y la ha iluminado. Es un
hada. En el clímax delirante de mi enajenación, finalmente ella abre los
ojos. Su sonrisa alcanza la plenitud. Por su nívea tez resbalan
lágrimas inmaculadas.
El sol empieza a aparecer en el horizonte. La oscuridad empieza a
tornarse púrpura. Ella no dejar que cese el roce de las yemas de sus
dedos con las mías. Le brindo de mi champagne y se bebe dos profundos
tragos, como si saciase una prolongada y misteriosa sed. El alba nos
sonríe temprano. Me mira con la dulzura de sus pensamientos. Tomo uno de
los extremos de mis audífonos; se lo paso y se lo pone en su pequeña
oreja. Fluye la música en los dos. Me pasa su cigarrillo, le doy una
pitada y se lo devuelvo. Cerramos los ojos; sonreímos.
«Entre nubes, voy».
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