jueves, 7 de mayo de 2009

UNA HISTORIA PERDIDA (Parte II)

II

El sol ya aparecía tímidamente por entre las pequeñas montañas del Este, recorriendo con sus luminosas lanzas de fuego, los árboles de las praderas aún húmedas por el rocío de la reciente madrugada. El cielo parecía una constelación de asteroides, repleto de pequeñas nubes arremolinadas en cruces y entrecruces inconmensurables, formando pequeñas ventanas por las que las ánimas ocultas del universo asoman sus miradas por este mundo, con el ansia de encontrar la belleza de la vida. Un grupo de palomas grises, comandada por la líder cuyo plumaje variaba hacia tonalidades rojizas, atravesó en ese instante por encima de la calle por la que, apurada, la gente transitaba rumbo a sus oficios.

Ño, como también le decían sus conocidos, su círculo de conocidos más cercano, tan solo caminaba, audífonos en los oídos, escuchando una de esas canciones de rock clásico que tantos recuerdos le traían; y no tanto porque hayan pasado extraordinarios eventos o inolvidables acontecimientos mientras esa melodía se tocaba, sino más bien por el tono melancólico y a la vez enérgico de aquellas notas musicales. Los profundos golpes de la batería, el interminable y fantasmagórico solo de guitarra, el bajo casi imperceptible pero esencial y la extraordinaria e indescifrable tonada de los teclados, que hacían de aquella canción algo único e irrepetible. Escuchando eso, quizá, encontraba algún sentido a ese reiterativo viaje de las mañanas, con la mano sobre la barandilla del bus, mirando por la ventana sin fijarse en algo específico, solamente dejándose llevar por la música.


Siempre miraba por un instante, aunque fijamente, a los vendedores que de tanto en tanto se subían al colectivo a ofrecer sus productos; algunos otros, seres desprovistos de vergüenza que, ya por los años en la labor habían olvidado los primigenios temblores en la voz y, ahora, gesticulaban con tanta soltura que sin aspaviento alguno, podían interpretar con sorprendente pericia melodías imposibles, aún con guitarras de latón y voces de tarro. Y cuando los miraba, advertía, así fuera por leves instantes y tan solo parcialmente, las verdades y las hipocresías de sus actuaciones ante el público ciudadano, que viaja en los buses con apuro y temor, habiendo solo unos pocos capaces de depositar gentiles monedas, tales no por su naturaleza sino por el gesto heredado, en las callosas manos del vendedor o en funditas de plástico diseñadas para el efecto.

Pero siempre tuvo temor y hasta terror hacia los payasos. Pero no a los que salen en los programas orquestados para lavar los cerebros de los niños, o de aquellas muestras pictóricas que los honran o que simplemente buscan representarlos; no. Únicamente aquellos desdichados hombres, pues nunca encontró mujer disfrazada así, que con la cara llena de angustias y légamos, aparecían en la puerta de un bus, con vozarrones y gesticulaciones tormentosas, con su tez teñida de palidez, sus cejas entristecidas y los labios exagerados, adornados con una pelotita de plástico roja en la punta de la nariz; esos, solo esos, le provocaban escozor e incomodad, sudores en la frente y en las manos, deseos irrefrenables de abrir una ventana y abandonar esa unidad de transporte público.

Pero ese día, no subió ningún vendedor o actor al bus en el que viajaba; o mejor dicho, al llegar a su destino y pensar por un instante en ese detalle, no recordó haber visto a alguien inusual en su trayecto. Sin embargo, en la parada en la cual se bajó, observó que dos payasos subían a esa unidad, con dos guitarras de juguete entre las manos y una funda con caramelos colgada de uno de los bolsillos; uno de ellos, el de los ojos más tristemente pintados, lo observó fijamente; esa breve pero sublime mirada lo dejó petrificado, pues encontró de un solo garrotazo rencor y compasión, soledad y audacia, pena y tribulación, pero a la vez un recóndito espacio de fantasía. Apartó rápidamente su mirada y se dirigió como un autómata hacia la nada.


Cuando recuperó la noción de la realidad, pudo darse cuenta que iba en sentido contrario a su destino de llegada. Se juzgó, nuevamente y con mayor dureza de lo acostumbrado, por su falta de cuidado y por sus continuas distracciones, propias de un infante, según él. Afortunadamente, se dijo, no tenía que llegar a una hora específica, por lo que cualquier atraso estaba descartado; sin embargo, eso no le quitaba peso y vergüenza a su descuido, a su distracción. Por eso, con el amargo sabor en la boca, prefirió, dadas las circunstancias, detenerse un momento, tomarse un respito y servirse algún bocadillo que le alegre, así sea momentánea y superficialmente, su interminable vida.

Un yogurt de fresa con durazno, mezclado con trocitos de plátano, junto con un suave y níveo pan de yuca, le refrescaron el espíritu y la mente; o, si no, por lo menos le recordaron que su paladar si era capaz de sentir maravillas, aunque su corazón, por el contrario, esté imposibilitado, prácticamente incapacitado para ello. Se levantó, encendió nuevamente la música, pero ahora prefiriendo alguna balada más suave y sencilla, apenas dos o tres notas repetidas a lo largo de la canción, momentáneamente alteradas cada cierto tiempo por un solo de guitarra, cubriendo como telón la voz femenina y grave, pero sensual, de la intérprete escogida.

Por pequeños instantes, pensó, como un pequeño niño, que eso de los aparatos de música no solo significó un rotundo avance de la tecnología, así como un aumento desmesurado y dantesco del comercio; sino, y más importante, previno efectos perniciosos en el “tejido social”, pues evitó que formas post-modernistas de esclavitud aparecieran, impidiendo que millonarios inescrupulosos compraran pagando a los padres, literalmente, a prodigios musicales para tenerlos enjaulados, entrenándolos y manteniéndolos continuamente, para que cuando les placiera, entonaran en su honor las melodías ordenadas por el propietario. Todo eso, pensaba riéndose de sí mismo, se evitaba con los reproductores de música. Y podía llegar a más con sus “profundísimos razonamientos”, pero prefirió concluirlos cuando, ya con sus neuronas profiriendo mortales carcajadas, se imaginaba a la cantante que escuchaba en esos momentos con lazo al cuello, siguiendo su paso con respeto y reverencia.

Todo esto lo llevó a recordar a aquel papagayo que una vez, de muy niño, encontró en la casa de alguna de sus tantas “tías” o, quizá, en alguna triste guardería y, aun dudándolo, posiblemente en ninguno de esos lugares, sino más bien en una hostería campestre repleta de arbolitos anaranjados y un tablero de ajedrez gigante. De aquellos, cuando era apenas un niño salido de la cuna, recordaba que muy atento y con suma curiosidad, frente a aquel parajito, ante la insistencia de sus padres pudo decir un tímido “oa pa’rito”, y el papagayo, quizá todavía pidiendo o requiriendo más atenciones, solo alzó el pico y aleteó levemente, provocándole unas risitas contagiosas, lo que le incentivó a reiterar, pero esta vez con mayor soltura y autoridad, “oa paj’rito”, respondiéndole el animalito con un sonoro “Hola Hola”, lo que le provocó, al niñito, aún más alegría.

Eso terminó de recordar cuando escuchó un lejano “Hola”. Por un instante su corazón se llenó de emoción pensando que se trataba de su añorado papagayo, todo un longevo ser de la naturaleza que luchó francas e interminables batallas contra la muerte y los incontenibles deseos de cuanto felino se cruzo por su camino para, batiendo sus alas con fuerza y ahínco, alcanzar la gran ciudad, encontrar con la ayuda de sus amigos perros el aroma aun persistente de su antiguo visitante, y saludarlo por última vez antes de dejar las tinieblas de este mundo. La física y la biología se confabularon en contra de su imaginación, y el destino los acompañó para poner, en lugar del otrora pajarito, a uno de sus antiguos compañeros de su anterior trabajo.

“Hola Nio”, volvió a escuchar, y le molestó que lo tratara como si fuera un cercano amigo, incluso permitiéndose pronunciar mal su apelativo. No tuvo más remedio que volver su mirada y responder, tratando de ocultar con poca pericia su desdén, “Hola Romx, ¿cómo has estado?”. Las típicas preguntas y respuestas que quería evitar, fueron precisamente las que surgieron: sobre el trabajo, la familia y, en su particular caso, como trozo de tocino en una helado de guanábana o como aceituna en una torta de tres leches, “las novias”, no el singular, sino, recalcando y poniendo énfasis en el plural, “…AS”. Para evitar el infortunio y la depresión, en la galera encontró, en un rincón que en general solemos visitar muy seguido, las frases precisas: todo bien, sin novedad, ahí nomás, dándole dándole, sin gloria pero sin pena, avanzando; y si se puede, rematarlo con una frase de las abuelitas: viviendo para no ser soberbio, lo que el de arriba disponga, entre otras.

Le tomó más tiempo de lo esperado, y eso que ya esperaba que sea más largo de lo normal, deshacerse del advenedizo. De nuevo la música y la larga caminata que aún le restaba para llegar al punto de encuentro. En ese momento se felicitó por haber obviado y casi dejado olvidado el tema por el cual había salido esa mañana, y no había escogido la soga o el cuchillo, recriminándose así mismo por pensar en eso como algo posible, sabiéndose demasiado cobarde (¡o valiente¡) para si quiera empezar a llevar a efecto una empresa de esas. Luego de reconfortarse, nuevamente sintió desazón pues, aún faltándole un buen tiempo para el instante final, se acordó del asunto aquel, y sintió una extraña sensación en su vientre, una triste y punzante ansiedad.

(Continuará...)

Elé...

Chin chin.