martes, 24 de octubre de 2017

Mar

Atravesando las tinieblas de la habitación, retumbaban los truenos. El endeble silencio se veía matizado también por los repentinos relámpagos de una interminable tormenta. Ellas preferían la total oscuridad, pero adoraban aún más los aguaceros electrizados. Con todas las luces apagadas, apenas se notaban las rojizas puntas quebradizas de los inciensos. Ardían tanto como las punzantes sombras que se formaban en la pared tras cada centelleo. Figuras esféricas y puntiagudas se arremolinaban en torno de las húmedas sábanas. El goteo se tornaba cada vez más infernal, y en poco se transformaba en copioso manantial. La languidez habitual del órgano gustativo se nublaba al recorrer los erizados contornos de una quebrada, a su vez precedida por un ligero bosque oscuro y podado. Refluía el elixir de unos gemidos inconsolables, de un placer insensato y turbio.

En sus formas más contorneadas y pálidas, poseía demencialmente a aquella más delgada y morena. Se entrecruzaban cabellos castaños y grisáceos, en un deleite inconmensurable de necesidades excesivas y embriagantes. Se trataba en suma de una felinidad escabrosa e inquietante, de dos cuerpos etéreos y perpetuos, dos seres poseídos por la lascivia. Dientes que recorrían erguidos monumentos, labios que provocaban y seguidamente arrasaban cataratas de surrealista pasión. Miradas que se sostenían en una prolongación trapezoidal, de dos danzantes que andaban sin resquemores sobre una cuerda floja. Pupilas dilatadas, dilataciones persistentes a lo largo de una sublimación sombría y conspicua. Enseguida florecieron mirándose a los ojos, en medio de cientos de aguaceros confabulados al unísono. Caía ya la noche cuando el último gemido resonó como un eco infinito.

Sus ojos gris claros observaban el techo. Pensativa, taciturna, esperaba que su amante se apiadara de su necesidad. Pero ella no estaba para cuentos de hadas. Acariciando sus cabellos grisáceos, medio turquesas, medio pelirrojos, finalmente no se pudo contener más.

-Simplemente me has hecho el amor y te has puesto a fumar.

-No me interrumpas.

Apenas en ese instante se ocupó en mirarla de reojo, mientras con su boca consumía con un gusto insoportable aquel tabaco barato que tanto le gustaba. Sus cabellos castaños, su piel pálida, su mirada inquietante, sus gestos pedantes. Estaba realmente irritada por la interrupción. Quería estar a solas con su cigarrillo, jugar con él, imaginar que estaba siendo filmada y que debía ejecutar su papel de la manera más pueril posible, como si no le importara absolutamente nada más en el mundo que consumir aquel cigarro. Y sin embargo, no pudo permanecer más tiempo en esa especie de ensimismamiento, por culpa de esa pelirroja, o peliturquesa, o pelivieja.

-Así no es como deben ser las cosas. Deberías estar aquí a mi lado, durmiendo conmigo, acariciando mi rostro, mientras yo beso tu frente.

-No soy tu proveedora oficial de cariño. Simplemente me gusta tu sexo.

-No seas tan dura, a mí también me gusta el tuyo.

-¿Entonces de qué te quejas?

-No lo sé, es que, no sé, es raro que después de haberme hecho gozar tanto de repente te hayas ido a contemplar ese estúpido cuadro mientras fumas ese asqueroso porro.

-Jajaja, esto no es un porro, no sabes nada del mundo mi pequeña Dulcinea.

-Ya sé que no es un porro, y no me digas nombres raros que ya sabes que me disgusta.

El humo del cigarrillo justamente oscurecía aquel cuadro. Era una obra de un autor desconocido, sin mayor fama, aunque la pintura en sí tenía su gracia. Era una mujer completamente desnuda, algo rolliza, pero con una mirada seductora y posesiva. Fumaba un puro desproporcionado, no se sabe si por error o por intencionalidad deformadora del artista.

-Tienes mucho que aprender, ni siquiera sabes quién es Dulcinea. Mejor entonces te llamaré Violeta, o, quizás mejor Alfonsina, serás Alfonsina y yo seré el mar.

-Siempre me tratas como una idiota, a veces puedes ser muy cruel.

-En realidad la historia es muy reconfortante. Bueno, desde un punto de vista más literario.

-Eres cruel, pero esa crueldad me excita más, es mi condena, porque yo no te quiero querer, pero esa cualidad tuya me enloquece y me hace adicta a ti.

-No seas tan básica, y déjame explicarte la historia.

-Sé a qué Violeta te refieres.

-Tú sólo calla, que yo dirigiré la orquesta. Además, me gusta verte así semidesnuda, cubierta apenas por las sábanas, dejando rebosantes tus pechos rosados.

-Eres una voyeur, siempre supe que en los camerinos me quedabas viendo mientras me cambiaba de ropa.

-Son ideas tuyas, no eres de mi tipo ni de mi gusto, pero la tentación a veces puede más.

-No mientas.

Por la frialdad de su mirada y el quemeimportismo de sus gestos, era difícil saber si estaba realmente mintiendo, o si en el fondo siempre albergó algún tipo de deseo por ella. De todas maneras, en ese momento guardó silencio por algunos minutos, mientras su mente divagaba en esa lúgubre idea de un mar asesino y vil, que se tragaba a su víctima sin importarle las consecuencias. Se sintió tan aprisionada por aquellas imágenes, por aquellos pensamientos, que pronto se sintió consternada. Cerró sus ojos por unos instantes y percibió una luna roja en el horizonte, escabulléndose por detrás de las olas, refrescándose en el agua oceánica.

-No miento. Pero la verdad es que te llamaré de aquí en adelante Alfonsina.

-No me gusta ese nombre, suena muy como que te estuvieras compadeciendo de mi debilidad. Es muy diminutivo, en todo caso sería mejor Alfonsa y punto.

-Vas a ser mi Alfonsina, y yo seré el mar. Punto.

Tras haber pronunciado esas palabras, encendió un nuevo cigarrillo. Tuvo cierta dificultad, no se prendió de golpe, y debió esforzarse un poco, hasta que se dibujó en el aire una humareda excesiva. En ese instante se puso a tararear muy sutilmente, como si estuviera susurrándole algo importante a alguien al oído. Y entonces empezó a esbozar unos versos.

-Por la blanda arena que lame el mar, su pequeña huella no vuelve más…

-¿Me estás cantando algo?

-Si mi querida Alfonsina, yo soy tu mar, y entonces tú te transmutas en esa blanda arena, y ese mar, que soy yo, lame tu ser, y mientras lo hago, hundes tu huella en mí.

-Suena muy poético, y sensual también.

-Sí, es verdad, pero en realidad es muy oscuro todo.

Afuera el aguacero había recrudecido, luego de un breve interludio de garúa y atardecer anaranjado. Truenos centelleantes nuevamente se delineaban sobre la ciudad, y a través del ventanal inspiraban deseos perversos.

-Transmutada en arena, con tu huella atravesando mis leves aguas, de repente ya no vuelves más. Te hundes en mi agua profunda, hasta sumergirte en un sendero de penas mudas y espuma. ¿Sientes angustia?

-Siento deseo, me excita todo lo que dices.

-Um, no es ese es el propósito, pero antes dijiste que te encendía mi crueldad. Supongo que eres de aquellas que disfrutan con el dolor.

-No lo pongas en esas palabras, no soy una masoquista tampoco, y además sólo me pasa contigo, con nadie más.

-¿Te excita la idea de la muerte?

-No me agrada pensar en eso.

-No me refiero a morirte a secas, sino a morirte en medio de un placer indescriptible. No debe haber muerte más deliciosa, satisfactoria e impoluta que la producida por un orgasmo. Llegas al zénit del placer, y ya no vuelves más. La paradójica condena del sexo es que el placer no es infinito, y luego muchas veces toca lidiar con la superficialidad, o con el sentimentalismo. Si uno se muriera al segundo siguiente del espasmo definitivo, evitarías todo eso.

-Ya ves, eres cruel nuevamente.

-No quise serlo, se me salió, pero es verdad, no me gustan esos sentimentalismos. Además, depende del momento, a veces si me apetece que me acicalen como a una gata mimada, y a veces me irrita como una gata roñosa. Pero no es nada personal, tú dentro de todo me caes bien, y además eres buena en la cama.

-Supongo que debo agradecerte.

-Sabe dios qué angustia te acompañó, qué dolores viejos callan tu voz. ¿Te gusta recostarte en el canto de las caracolas marinas?

-No sé de qué estás hablando.

-Puedo ir a buscarte unos poemas nuevos, quizás en el fondo del mar, encontraras la caracola aquella. Oh, sí, una voz antigua de viento y de sal.

-Estás delirando.

-Es lo que parece, pero no. Más bien, te quería contar que vienen visitas.

-¿Visitas? No que íbamos a pasar toda la noche juntas, pedir una pizza, contemplar el atardecer, mirar alguna película o serie juntas. Y quien sabe, tú sabes…

-Pues no, te mentí, en realidad vienen visitas. Bueno, no varias, sólo una.

-No me digas que lo invitaste a él.

-No lo invité, él viene por su propia voluntad.

-Ah sí, y tú lo dejarás entrar como si nada. Eso en el fondo es una invitación. Y de seguro tú misma le escribiste para que viniera. Si te aburro o solo me querías para un momento bien me lo podías haber dicho.

-Si te lo hubiera dicho seguramente no hubieras venido.

-Um, puede ser. Pero no es justo, yo quería estar contigo nada más, sin interrupciones, sin intrusos.

-¿Te vas Alfonsina con tu soledad?

-¿De qué estás hablando? Yo no soy ninguna Alfonsina.

-Igual no sé a qué hora vendrá él. Puede venir hoy, como en dos meses, o en diez años. No lo sé. Él es muy impredecible, a veces me visita en sueños, a veces en realidades. A veces está de buen humor, a veces sólo quiere matarme. Nunca le llegué a comprender.

-¿Lo amas?

-Jajaja, qué ocurrida Dulcinea.

-Otra vez me cambias de nombre, no te entiendo.

-Yo no amo a nadie, no puedo amar a nadie. Bueno, a veces quizás un poquito, pero no sé si llamarle amor. Todo eso es tan esencial, tan profundo, pero por eso mismo tan vacuo. Prefiero las emociones más precisas y explícitas, así uno tiene la certeza de a qué se atiene.

-¿Entonces vendrá o no vendrá?

-Como te digo, no lo sé.

-¿Podemos entonces pedir una pizza? Te conozco y sé que también tienes hambre, y que te gusta mucho la pizza.

-Bueno Alfonsina, creo que estás ahora sí hablando racionalmente, y entendiendo mis verdaderas pulsaciones, mis verdaderas intenciones contigo.

Pidieron la pizza y se sentaron juntas frente al ventanal a observar el atronador diluvio. Siguieron igual en tinieblas, tan solo iluminadas de rato en rato por los relámpagos. Bebían en sendas copas un vino rojo exquisito, mientras guardaban un silencio apacible y dichoso.

-Sabes Alfonsina, un día cinco sirenitas te llevarán, por caminos de algas y de coral.

-Y fosforescentes caballos marinos harán una ronda a mi lado.

-¿Te la sabías? Me estabas engañando eh, creo que la cruel eres tú y no yo.

-Te conozco ya lo suficiente como para saber por dónde transitar tus sinuosos caminos.

-Entonces bájame la lámpara un poco más y déjame que duerma nodriza, en paz, y si llama él no le digas nunca que estoy, di que me he ido.

jueves, 24 de agosto de 2017

Remolinos

Detrás de una gris cortina, la luna. Sobre la repisa de los libros viejos, un gato. Bajo el coche recién llegado, otro gato. Junto al mueble antiguo de la cocina, un perro. En el patio trasero de la casa, la lluvia. La pertinaz e impertinente lluvia. El sol que cobija las mañanas, oculto. Las nubes que se arremolinan encima de la montaña, pérfidas. Ido el regocijo. Ido el contento. Ido el remordimiento. Ida la congoja.

Una gota se colaba por alguna gotera, y se deshacía sobre mi nariz. Mientras tanto, las páginas manchadas de café, de aquel libro que nunca acababa de leer. Las quise oler para constatar si aún retenían aquel olor particular, pero no. Cerré los ojos para sostener mis pensamientos y mis lágrimas, pero no pude. El llanto se hizo manantial, claridad que atestigua el final de la esperanza.

Recuerdo aquella vez en una cafetería de alguna estación de autobuses andaluza. Había pedido una caña, y me había quedado observando al vacío. Tras dos tragos largos, empezaron a brotar lágrimas de mis ojos, sin motivo aparente. Me invadía una triste ansiedad que me carcomía la razón. Debía tomar el siguiente bus, y pensaba trágicamente que quizás moriría en un accidente automovilístico. Entonces suponía que ése era mi último trago, uno amargo, lleno de desdicha y soledad. Recordé esos pasados sombríos en los que hundí mis pies en el pegajoso fango de la miseria y la degradación. Supuse que si escapé de aquellos infiernos podría hacerlo nuevamente de cualquier otro, por más tenaz que fuera.

Pero uno nunca sabe qué tipo de avernos se le pueden venir por delante.

Debajo de la sábana, el lecho. Ese lecho donde tantas cosas nunca sucedieron. Bajo la cobija, el deseo. Aquel deseo consumado, aquel deseo fantasmagórico que traslucía los avatares del tiempo y se presentaba prodigioso e intrépido. Mas, incompleto. Mas, imposible. La distancia de los años no era suficiente, y las heridas supuraban como serpientes purulentas que agitaban sus lenguas bajo una tenebrosa luna roja, ante la abisal amenaza de las ninfas de la muerte.

A medio camino de la madrugada, me sorprendió la novedad del olvido.

Pensaba que si uno era capaz de dominar sus emociones podía controlar las de otras personas. Entonces alguna vez lo intenté, pero primero quise probarlo con un gato; es decir, utilicé un minino como conejillo de indias. Fue así que primero acaricié su peludo lomo negro, como queriendo liberar todas mis sensaciones, fueran estas de temor, gusto, placer, necesidad, terror, u odio. Al poco tiempo percibí que su pelaje era suave, límpido, e incluso brillante. La sensación predominante fue de regocijo. Pasé a la siguiente etapa del reto, que era confrontarlo directamente a los ojos, y así lo hice. Miré en lo profundo de sus enigmáticas esferas color turquesa, y me empeñé lo más posible en mantener la ecuanimidad. Poco a poco se fue apoderando de mí el pavor, hasta que en cierto punto empecé a llorar de desesperación. En ese instante comprendí que debía acometer la tarea propuesta. Respiré hondo repetidamente, hasta que pude encontrar un cierto punto de equilibrio. Lo confronté nuevamente, procurando controlar mis emociones en su totalidad, pero eso sí, dejándolas fluir para que nada resultara forzado ni artificioso. A continuación, el gato maulló y se durmió.

Con ese test me convencí de que efectivamente era capaz de controlar a las personas en el instante en que lograra controlar mis propias emociones. Me sentí un ser poderoso e imbatible, un verdadero Jedi. Siendo consciente de mis nuevos e ilimitados poderes, me acerqué a la barra para ponerme a prueba. Entonces primero identifiqué mis emociones, las encasillé, las definí, y finalmente las controlé. Hecho eso, me centré en la idea fija de conseguir que el café que pediría me saliera gratis. El empleado se acercó y me preguntó qué quería, y le indiqué que un americano. Lo preparó con cierto desdén, sin demora, y me lo sirvió. En ese preciso momento le miré a los ojos con detenimiento, dejando fluir mis emociones pero al mismo tiempo dominándolas, sintiéndome el monarca de mis debilidades. El señor sonrió levemente y me dijo que era un euro y medio.
Tras constatar que mis poderes eran inexistentes y que no era más que un vil y rastrero mortal, me hundí en un llanto silencioso y secreto, hasta que llegara la hora de salida.

No tenía sentido seguir refugiándose en un pasado inasible. En mi memoria permanecían indelebles aquellas emociones ficticias que construí en tantas tardes impolutas, de soles anaranjados, de aguas luminosas. Una idea utópica que surcaba las mareas como un bote libre de ataduras. Todo eso no era más que una parodia de mis propios anhelos.

Bien dice la canción, quién sabrá el valor de tus deseos, quién sabrá.

sábado, 10 de junio de 2017

Sombras

El humo de los cigarrillos revoloteaba por los aires. A lo lejos, podría haber parecido un denso halo de neblina que difuminaba las siluetas de la gente. Mientras atravesaba el callejón, escuchaba temeroso los roncos susurros de los concurrentes. Enormes vasos llenos de cerveza se alzaban y sacudían. Percibía penetrante el asqueroso aroma de la decadencia, de fluidos corporales de todo tipo. Miraba aquí y allá, y encontraba tan solo ojos siniestros, talantes grises y sombríos, carcajadas desquiciantes, pulsaciones desapacibles. Trataba de apartar mi vista, pero me era imposible, porque toda esa podredumbre me rodeaba sin escapatoria.

Me detuve un instante para aparentar que me interesaba alguna de las múltiples sustancias que se expendían a la sombra, y tuve quizás la fortuna de que me brindaran de inmediato una copa de un vodka barato. Un sombrero marrón viejo y con hilachas deshaciéndose desde su ancha ala. Gafas oscuras, bigotes sucios, desparramándose en torno de sus resecos labios. Un gabán gris, sucio, atizado con un profundo olor a tabaco y alcohol. Sentía que me miraba, pero no podía distinguir sus ojos detrás de las gafas. Aun así, me lo imaginaba como un ciego sobrevenido, presa de alguna desagracia inconfesable, como todos los ahí presentes.

Me sirvió el vodka de una botella que guardaba al interior de su abrigo. Hizo una ligera mueca de sonrisa, y me preguntó si buscaba a Alondra. Le negué, no tenía idea de a quien se refería, pero él al parecer me había confundido con alguien distinto. Insistí en que estaba equivocado, pero se mantuvo inquirente, queriendo averiguar a cuál de todas ellas venía a buscar. Me repitió infinitos nombres de mujeres, pero no conocía a ninguna. No estaba allí en busca de nadie, o al menos eso es lo que pensaba cuando fui. Aunque la verdad, ya ni recordaba ni recuerdo cómo llegué allí. Cuando uno cae en desgracia, cuando ya se encuentra empapado de desidia y podredumbre, encontrar un factor causal es inútil. Todo lo ha conducido a uno allí, aunque con cierto esfuerzo se puede eventualmente elucidar algún evento desencadenante.

Me terminé el vodka y me brindó un puro. Yo nunca había fumado, no tenía idea de cómo se hacía, pero me sentí más que tentado a probarlo, temeroso de que mis continuas negativas lo molestaran. Presentía que llevaba algún tipo de arma al cinto, y que de llegar a irritarse podría bien emplearla sin resquemores ni vergüenzas. Total, cadáveres habían esparcidos por doquier en aquel callejón, mimetizados, adheridos a las veredas, ya parte del paisaje, crueles ornamentos de realidades perdidas.

Me aconsejó que usara sombrero, que mis ojos llamaban mucho la atención y que pronto algún verdugo comedido podría encararme y hacerse mejor cargo de mis desdichas. Ante tal advertencia, no pude menos que pensar que él mismo podría ser mi verdugo. Como leyendo mis pensamientos, sonrió ligeramente y me aclaró que no lo era, que, si bien en sus tiempos libres también se dedicaba al oficio de la guadaña, no estaba yo en su lista. Sin embargo, no sé si en son de broma o en serio, guardó silencio un momento, buscó en sus bolsillos y sacó una hoja, la revisó, me miró de reojo, y la volvió a guardar. Corroboró que no estaba en su lista.

El puro no lo pude fumar, porque al primer intento empecé a toser sonoramente, y eso a este peculiar verdugo le causó mucha irritación porque detestaba llamar la atención. Lo arrebató de mi boca, y me dijo severamente que era hora de que continuara, que me fuera. Le pregunté si tenía algún sombrero, o que donde lo podía conseguir. Me dijo que todavía no era momento, porque primero tenía que encontrarme con aquella a quien había ido a ver. Le insistí, ya con cierto enojo, que no había ido a buscar a absolutamente nadie. Sonrió, pero con firmeza y un dejo de amenaza, me alertó que eso era lo que yo creía, pero que alguien me esperaba.

Seguí mi camino, pero caviloso, pensando en lo que me había dicho el siniestro personaje. Entre tantas sombras, resbalaban de los postes tenebrosas tarántulas, que hacían ruidos grotescos antes de posarse sobre los inertes cuerpos que yacían en el piso. No podía ver más, porque me daba la sensación que les succionaban sus vísceras o sus ojos, y las engullían de no sé qué desalmada manera. Me repetía una y otra vez que mejor era mantener mi mirada gacha, en dirección a la empedrada calle, pero también me resultaba desquiciante. Por uno y otro lado, incesantemente, corrían ríos de sangre, ríos de semen, ríos de lágrimas, ríos de saliva, ríos de todo tipo de excrementos. Hacía tiempo que me había resignado a que ninguna luz aparecería para reconfortarme. Caminé y caminé por aquel infinito callejón.

Entré finalmente a un bar que tenía una apariencia algo más acogedora. Me acerqué a la barra y un barman de barbas raídas y canas, de mirada indescifrable, y de aroma a colonia fermentada, me daría finalmente algunas pistas de lo que no buscaba, pero supuestamente sí.
  • Eh, otro nuevo por acá, ¿whisky o aguardiente? El de bienvenida va por la casa.
  • ¿Cómo sabes que soy nuevo por aquí?
  • Podría darte miles de razones, trabajo aquí ya muchos siglos, pero la más fácil es que a este bar entran únicamente los que aún no están tan acostumbrados al callejón, porque supuestamente este sitio es algo más acogedor.
  • Es verdad, pero solo algo más.
  • Esto sigue siendo el callejón.
Eso de algo más acogedor, en efecto, era realmente una exageración. El ambiente del lugar era deplorable y maloliente, oscuro. En una mesa por la izquierda, cuatro zarrapastrosos inhalaban alguna sustancia, mientras lloraban inconsolablemente. En otra mesa más allá, dos hombres y una mujer, sudorosos, evaporados, cuyos rostros parecían estar difuminados naturalmente, tenían sexo, mecánicamente, sin apenas convicción. En otra mesa por allá, con algún artefacto demoníaco que producía una intensa luz, tres enormes señores en sus trajes, con cara de niño, jugaban a quemar enormes cucarachas, ayudados con una lupa. En otra mesa más allá, simplemente colgaban telarañas, sobre las cuales yacían agonizantes un sinnúmero de insectos de horrible apariencia, lentamente desmembrados y devorados por tarántulas escarlata.

Miré nuevamente al barman, notó mi cara de nausea, y soltó una serie de exageradas carcajadas que desencaban su mandíbula y lo hacían ver aún más desagradable. Por un momento pensé que se trataba de mi verdugo, pero finalmente se calló y me volvió a mirar a los ojos.
  • Andas absorto como negando a lo que viniste, y ella ya te está esperando mucho tiempo.
  • ¿Te refieres a la muerte?
  • No, nunca he sido ni soy poético, soy bastante básico y directo. Una mujer te espera hace tiempo, aunque tú te hagas el que no lo sepas.
  • No me hago, no lo sé, no tengo idea de qué me hablas.
  • ¿Para qué has venido aquí?
  • ¿Se lo preguntas a todos?
  • No, todos o casi todos saben bien por qué han venido. Tú pareces negarte a aceptarlo.
  • Sólo tengo la noción de que por algún motivo caí en desgracia.
  • Venir acá no quiere decir necesariamente que hayas caído en desgracia. Eso ya es cómo tú lo asumas.
  • ¿Es éste el infierno? ¿He muerto ya?
  • No lo puedo saber, yo sólo sé por qué vine aquí, y que alguien te espera a ti.
  • ¿Por qué viniste aquí?
  • Por las mismas razones por las que tú lo has hecho.
  • ¡Dime! No sé bien por qué vine aquí, ya te dije.
  • Quizás ella te lo aclare.
  • ¿Cuál ella?
  • Sube al segundo piso, sólo hay una mesa, allí está ella.
El barman desapareció entre las sombras, y frente a mí quedó nada más que una enorme copa de vino tinto, que no sé en qué momento me la había servido. La olfateé un poco y me pareció que era bueno; lo probé apenitas, y confirmé que en efecto era un buen vino. Me sorprendió, porque era el primer trago no amargo que, figuradamente, había probado desde que llegué a ese callejón. Me levanté y caminé con sigilo, para no encontrarme con ninguna mirada indeseable, ni con ninguna criatura asquerosa.

Las maderas de las escaleras crujían ruidosamente, por lo que supuse que quien me esperaba arriba ya era consciente de que estaba llegando. Ya a lo alto, todo seguía igual de oscuro, o hasta más, y frente a mí encontré nada más que una mesa con un candelabro en el centro consumiéndose lentamente. No había nadie. Miré alrededor varias veces, pero nada. Sorbí algo más de vino y me senté a aguardar si aparecía a quien supuestamente venía a ver.
  • Hasta que por fin has venido.
Escuché finalmente su voz, aunque aún no la podía ver. Fijé mis ojos en su dirección, pero nada más que sombras. Aguardé en silencio algunos segundos, hasta que finalmente no tuve más que responder.
  • No te veo.
  • No hace falta.
  • Quiero verte, no sé quién eres, temo que seas mi verdugo.
  • No lo soy, y si lo fuera, tampoco importaría, igual todos vamos a morir tarde o temprano, y estarías muy contento de que yo sea la causa de tu final.
  • No estoy seguro de ello, ni siquiera te conozco.
  • Eso es lo que piensas ahora que estás tan aturdido, o que pretendes estarlo, negando aceptar las razones por las que has venido aquí.
  • No he tenido tiempo de pensarlo, todo es tan repulsivo.
  • No hace falta pensarlo demasiado, tú lo sabes bien, es nada más que lo niegas.
  • No voy a abrirme ni decirle algo tan íntimo a alguien que ni tengo idea quién es.
  • Escucha bien mi voz, tú sabes bien quién soy, escúchala nada más.
Entonces se puso a cantar. Era una melodía en alguna lengua extranjera, o incluso extraterrestre, porque no la podía descifrar. Aunque no la veía, podía percibir que mientras cantaba ella sonreía, aunque no sabría decir si de felicidad o macabramente. Escuché su dulce voz durante varios minutos, el tiempo que cantó aquella melodía, hasta que finalmente me di cuenta que sí la conocía, que sí sabía quién era, y me quedé estupefacto. Ella, como presintiendo que ya me había dado cuenta, se detuvo y empezó a hablarme nuevamente.
  • Veo que ya te has dado cuenta.
  • Sí, y ahora entiendo por qué lo negaba, pero era inconscientemente.
  • Bueno, eso puede ser discutible, a veces uno mantiene intencionalmente bajo cerrojo ciertas memorias, y lo hace tanto tiempo, que luego cree que es inconscientemente que no las recuerda.
  • Puede que tengas que razón, no son los recuerdos más felices.
  • No es tiempo ahora de reproches ni victimizaciones, quiero que me digas ya si sabes por qué estás aquí.
  • ¿Cómo sabes cuándo has caído en desagracia?
  • Insistes con eso de haber caído en desgracia, y ésa es sólo una forma lastimera y autocomplaciente de verlo.
  • Me niego a aceptar que sea así, yo no soy así, no es mi esencia.
  • Está dentro de ti, no puedes evitarlo.
  • Pero debo alcanzar el equilibrio, el balance, no puedo permitir que una fuerza oscura me domine, no soy así.
  • ¿No quieres aceptar lo que eres?
  • ¡No soy así!
  • No te alteres, vamos a tomarlo con calma.
  • No estoy seguro cuándo empezó todo esto, quizás pueda hablar de algún factor desencadenante, pero no sería del todo claro. ¿Qué y si ya nací así? Eso del libre albedrío no me lo trago, es basura religiosa, quizás ya estamos todos determinados y no hay ninguna escapatoria. Como bien dices, así soy, y a esto estuve predeterminado.
  • ¿A alimentarte de tu propia miseria? ¿A llorar ante tu propia desdicha? ¿A encerrarte en una espiral absurda de penuria, tristeza, maldad? No creo en basuras religiosas de ningún tipo, pero no puedes rehuir de tu propia voluntad.
  • ¿Y qué si no quise rehuir, pero ya estaba predestinado a fracasar y hundirme en mi propia podredumbre, en mi propio abandono?
  • Al final también es una decisión tuya, en mayor o menor medida. Además, tus circunstancias te adjudican mayor libertad. Sino mira esos desdichados esnifando en la mesa de abajo, pobres diablos que mendigaban en alcantarillas, en túneles de la ciudad, sin un centavo, que de niños empezaron con el cemento de contacto, obligados por sus padres, tíos, abuelos, o el que sea, a robar, a sacarle los teléfonos del bolsillo de los transeúntes. ¿Acaso tú eres una de esos? No lo eres, no me vengas con tus palabrerías autocomplacientes, debes aceptarlo.
  • No seas tan dura, sé lo que dices, estoy tratando nada más de ponerle algo de razón a todo esto. Sé que he caído en este callejón por mis propias decisiones, pero una vez que se entra al callejón ya no se sale, y las decisiones, y la voluntad, pasan a segundo plano, ya no tienen relevancia.
  • ¿Cuánto tiempo llevas en el callejón?
  • No lo sé, no lo sé, creo que he estado apenas hoy, unas horas, unos instantes, pero luego miro todo y pienso que siempre he estado aquí, que simplemente estaba negándome, asomando la cabeza hacia la luz por alguna claraboya.
  • Yo tampoco sé cuánto tiempo llevo aquí.
  • ¿También eres parte de esto, o estás de pasada?
  • ¿Crees de verdad que se puede estar de pasada por aquí?
  • Quiero creerlo, no logro aceptar que esto sea definitivo.
  • Yo no he podido salir, y lo he intentado.
  • ¿De verdad lo has intentado? Yo creo que no.
  • ¡Cómo te atreves! ¿De verdad estás insinuando que disfruto estar aquí, que disfruto hundirme en mi propia ignominia y podredumbre, de verdad lo crees?
  • Es lo que has sugerido de mí anteriormente.
  • Estás equivocado. He intentado salir, pero, pero…
  • Estás predestinada a quedarte aquí.
  • No, no… no quiero decir eso, no quiero contradecirme… pero no puedo evitarlo, también creo que he estado predestinada, que no tengo voluntad… pero no puedo aceptarlo tampoco, no puedo aceptar que yo misma me haya conducido a este callejón.
  • Siempre lo negaremos, o quizás es que aún somos muy novatos aquí.
  • Puede ser, tampoco ya recuerdo cuánto tiempo llevo aquí.
  • ¿Importa aquí el tiempo?
  • Creo que ya no importa, porque simplemente nunca amanece, todo siempre está oscuro, todo es desquiciante todo el tiempo. Tampoco he visto nunca un reloj.
  • Pensaba el otro día que uno no escoge nacer, y por tanto, tampoco escoger en qué lugar, y con quién nacer. O sea, te vienen impuestos tus padres, tus hermanos, la casa, la ciudad. ¿Qué puedes hacer con eso? Eso te marca el resto de la vida.
  • No es ningún descubrimiento, también lo he pensado muchas veces.
  • ¿No revela eso que nuestro margen de voluntad es ínfimo?
  • Yo también lo he pensado. He pensado hasta qué punto nos marcan nuestras experiencias, hasta qué punto estamos limitados por lo vivido, por las marcas de nuestros padres, de nuestra niñez. Porque uno apenas logra una verdadera consciencia a una edad ya muy avanzada.
  • Sí, yo hasta ahora creo que no puedo ser tan consciente de todo, y eso que pienso y analizo todo demasiado, tengo ese problema, por eso mismo creo que he venido aquí.
  • Pero aun tienes esa mirada brillante que recordaba, todavía no te has consumido.
  • Yo aún no te puedo ver, pero puedo presentir por tu voz que ya no eres la misma de antes.
  • Si no me ves es porque no quieres verme. Estoy aquí, ahora, sentada frente a ti, y sé que no me ves, pero es porque tú mismo has puesto una cortina de sombras entre tú y yo. Creo que temes ver algo que ya no quieres ver nunca más.
  • No, lo que realmente me atormenta es que ya nada será como fue. Que ya nunca seremos los mismos, que lo que un día fue ya no será, porque es irrepetible, es algo que quedó suspendido en el tiempo, inalcanzable ya. Creo que eso es realmente lo que temo. Y eso se perdió para siempre, ya no volverá nunca más. Como la niñez que se ha ido.
  • Como dice esa canción de Sabina, que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
  • O como esa de Silvio, mi unicornio azul ayer se me perdió, no sé si se me fue, no sé si se extravió, y yo no tenía más que un unicornio azul.
  • Y aun así has venido a buscarme.
  • Temía que hubieras muerto ya.
  • Las memorias no mueren.
  • No es cierto, por enfermedad, o por cualquier cosa, de repente, las memorias se pueden borrar para siempre.
  • Tienes razón, es que me he puesto nerviosa.
  • Te entiendo, pero no hay motivos, ya te he dicho que tan sólo había un unicornio azul, uno solo, y se perdió, se fue, se extravió, o más probablemente, murió.
  • Siempre puede haber otros unicornios, azules, morados, rosados, verdes.
  • Si he venido aquí, o si he caído aquí, es porque probablemente me he resignado a que ya no hay más unicornios, de cualquier color.
Parado frente a nosotros, de espaldas a la escalera, apareció un niño. Sonreía, nos miraba con curiosidad, quería jugar. Era como si de repente todo se hubiera inundado de luz, como si toda la destrucción nunca hubiera sucedido, como si todo retornara a su estado original. Quizás me había asomado por alguna claraboya, o quizás en realidad sí existían más unicornios.



Escuchaba esa canción de Snow Patrol, Run, y me preguntaba sobre su significado. Leí que en una entrevista el compositor había explicado las circunstancias terribles en las que la había escrito. La analicé y la interioricé. En principio parece una canción en la que dialoga con alguien más, presumiblemente con un ser querido. La interpretación más explícita o simple es que se trata de una canción sobre la ruptura de una pareja y su despedida. Sin embargo, tras considerar las circunstancias en las que la escribió el autor, luego de haber estado cerca de la muerte fruto de sus excesos, en razón de alguna desdicha más profunda, empecé a especular que la letra alude a algo más insondable y metafísico.

En realidad, la letra de la canción está dedicada a sí mismo. Está dialogando con su propio yo, pero un yo de otra dimensión, un yo nítido, limpio, pulcro, inocente, y brillante. Quizás habla consigo mismo de niño. Pero quien habla en la letra de la canción no es él, sino ese otro yo, ese niño, ese ente que es él mismo pero libre de tachas, libre de culpas, libre de cualquier rezago de miseria. Pero en esa circunstancia en la que se encuentran, saben que tienen que despedirse, que cada cual tiene que seguir su propio camino, y que ese ser etéreo y puro tiene que dejarlo ir. Entonces le empieza a cantar, le recuerda que en el fondo él es lo mejor que ha hecho en su vida, que en espíritu estará ahí siempre a su lado. Que, aunque le cueste mirarlo a los ojos, cuando lo hace, tiene la certeza de que podrán salir adelante en cualquier circunstancia. Que, la idea de su propia destrucción le provoca dolor y tristeza. Y entonces le insiste que tiene que levantarse, animarse y seguir, porque tampoco tiene otra alternativa. Que, aunque no pueda escuchar su voz, estará siempre ahí a su lado…

I’ll sing it one last time for you,
Then we really have to go,
You’ve been the only thing that’s right,
In all I’ve done.

And I can barely look at you,
But every single time I do,
I know we’ll make it anywhere,
Away from here.

Light up, light up,
As if you have a choice,
Even if you cannot hear my voice,
I’ll be right beside you dear.

Louder, louder,
And we’ll run for our lives,
I can hardly speak I understand,
Why you can’t raise your voice to say.

To think I might not see those eyes,
Makes it so hard not to cry,
And as we say our long goodbye,
I nearly do.

Light up, light up,
As if you have a choice,
Even if you cannot hear my voice,
I’ll be right beside you dear.

Louder, louder,
And we’ll run for our lives,
I can hardly speak I understand,
Why you can’t raise your voice to say.

Slower, slower,
We don’t have time for that,
All I want’s to find an easy way,
To get out of our little heads.

Have heart, my dear,
We’re bound to be afraid,
Even if it’s just for a few days,
Making up for all this mess.

sábado, 15 de abril de 2017

Apócope

Bajo el triste viento de una primavera desteñida, recordé aquellos ojos que alguna vez brillaron frente a los míos. Sintiendo ya las gotas de un nuevo chubasco resbalar sobre mi frente, recordé aquellos brotes dorados de una ondulada cabellera. Lejana percibí mi vida, como desarraigada de mi propio espíritu, presa de hirientes ráfagas de incesante melancolía. La lluvia de lleno atería el vacío, aturdía sin refreno la sed de mis derrotas.

Bajo la cálida brisa de una primavera colorida, recordé aquellos ojos que alguna vez brillaron frente a los míos. Sintiendo ya las últimas gotas de un ardiente aguacero, recordé aquella silueta que tan cara a mis suspiros había sido recreada. Atada a mis memorias, como adherida a un incierto destino, sujeta al vaivén de mis más inspiradas poesías. Cortinas de flores enjoyaban el vacío, embellecían de locura la sed de mis idilios.

Oteo el claro y sonrojado horizonte, renace entonces de mi memoria algún sueño enconfitado. De aquella ocasión que se me cruzó una cualquier cafetería, y tras de la puerta me encontré con tu sonrisa. Salimos tímidos por sobre alguno de esos infinitos puentes, y anduvimos arrebatados por entre los canales en nuestras bicicletas. El suave viento atizaba las llamas de tus eternos cabellos, mientras de reojo intercambiabas gustos con mi inocente sonrisa. Tanto pedalear hasta llegar a aquel parque, nos lanzamos sobre el pasto haciendo figuritas. Me preguntaste si pensaba que llovería, pero guardé silencio ante la duda de mi corazonada.

Aquella tarde en que el sol ya no nos rehuía, me acerqué a tu cuello sin que tan siquiera lo intuyeras. Aquel perfume fresco de otoño retraído, aquella textura incierta de indefinible complacencia. Mi aliento descargado sobre la nívea llanura de tus hombros, mientras sin duda sonreías, aunque no pudiera yo aún descifrarlo. Tornaste y me miraste con misteriosa persistencia, sin sonrisas ni sonrojos, tan solo con deseo. Nos observamos así, despacio, con la consciencia derretida por la canícula etérea de una dicha irreprimible.

Diría yo que aquellos sábados no fueron tristes. Diría yo que aquellas madrugadas se fueron sin desdicha. Más atesoro algún mayo que febriles agostos, o impertérritos abriles. Atestiguaron las nubes, alguna luna, lúcidas las estrellas, lastimeras hojarascas, tempraneras las lágrimas, el clímax de tu boca. Memorias imposibles, hechos insuficientes. Pero aquellos latidos me parecieron infalibles, perpetuos.

Un café más, un café menos. Sentada junto a mí te ideé aquella tarde. Afuera andabas aún, deshaciendo algún cigarro, sin percatarte que debía cruzársenos esa maldita cafetería. Y sin embargo así hubo de ocurrir, con un aire nocturno de maullidos inquietantes, de crepitaciones alucinógenas, de farolas anubladas.

Luego encuadraba mi cámara para recrear en un atardecer aquellos ojos entrañables. El sol entre nubes escarlatas, cuando percibía tus suaves brazos sofocando mis ansiedades. La luna se complacía sobre el espectro de nuestras sombras, y tu recuerdo sobrevenía de entre las mazmorras de una fatal alegoría. Ingenuamente aún percibo tus contornos en la soledad de mi lecho, aunque nunca hayas abierto el portal de mis oscuros secretos.

Caminos bifurcados, destinos abatidos. El cielo se despeja. Lejanía.

miércoles, 1 de febrero de 2017

Maravillosa poesía

Hoy viene a mí la damisela soledad,
con pamela, impertinentes y botón
de amapola en el oleaje de sus vuelos.
Hoy la voluble señorita es amistad,
y acaricia finamente el corazón
con su más delgado pétalo de hielo.

Por eso hoy,
gentilmente, te convido a pasear
por el patio, hasta el florido pabellón
de aquel árbol que plantaron los abuelos.
Hoy el ensueño es como el musgo en el brocal,
dibujando los abismos de un amor
melancólico, sutil, pálido cielo.

Viene a mí, avanza
—viene tan despacio—,
viene en una danza
leve en el espacio.
Cedo, me hago lacio
y ya vuelo, ave.
Se mece la nave
lenta, como el tul
en la brisa suave
niña del azul.

Oh, melancolía, novia silenciosa,
íntima pareja del ayer.
Oh, melancolía, amante dichosa,
siempre me arrebata tu placer.
Oh, melancolía, señora del tiempo,
beso que retorna como el mar.
Oh, melancolía, rosa del aliento,
dime quién me puede amar.

viernes, 27 de enero de 2017

Despejado

Andaba yo caminando bajo un inmenso cielo estrellado, cuando una hoja seca que bailaba con el viento llamó mi atención. Inicialmente pensé que se trataba de un ratón, y fue curioso que haya seguido pensándolo incluso cuando pasaba ya junto a ella. Seguramente por eso evité pisarla, algo que acostumbro por el deleite que me provoca el ruido y la sensación de las hojas secas al crujir. Entre otras cosas por eso el otoño es mi estación favorita: otoños coloridos y brillantes, hojarascas que descansan a los pies de árboles semidesnudos.

Tras superar el incidente faunifloreano, continué mi trayecto con las ideas navegando en algún azucarado océano de remembranza. Fue entonces que de improviso apareció por mi costado derecho un magnífico gato atigrado, que me miró con esa oscura y vigilante expresión tan característica de los felinos. Me considero una persona de perros precisamente porque creo que tengo mucho de gato: reservado, autárquico, pero que cada tanto hurga entre el gentío. Por eso también mantengo un cierto temor reverencial hacia ellos.
 
Tras contemplar y graciosamente saludar al micifuz con un ligero gesto, intenté continuar mi camino, pero no pude; a los pocos pasos, desde mis espaldas, alguien me llamó por mi nombre. De entrada, no pude identificar su voz, así que simplemente me di la vuelta para constatar de quien se trataba. En efecto, la conocía, aunque no recordaba ya su nombre. Lo de conocerla, sin embargo, no se corresponde con lo que normalmente se comprendería en esta órbita dimensional. En definitiva, despertó en mí esa singular familiaridad que uno de repente puede tener con alguien desconocido; esa repentina y peculiar conexión que se establece con algún espíritu afín en un sempiterno instante.

-Desconozco tu nombre, o mejor dicho, no me ha venido dado.

-No hace falta que lo conozcas.

-Tú conoces el mío.

-¿Qué es un nombre? Ni siquiera lo escogiste.

-Podría cambiarlo; si decidiera que no me gustara, escogería otro y lo empezaría a usar.

-El nombre es algo que te asignan desde que eres un crío, y construyes tu identidad con él; y también te la constituye, te la moldea. Así como la fonética determina la fluidez y densidad de una composición o un texto, también de tu identidad enraizada en el sonido que se produce al pronunciar tu nombre.

-A mí también se me hace gracioso burlarme de los nombres, aunque sutilmente. O sea, yo mismo me río del mío, porque en realidad fue originalmente un apellido, y posiblemente ni eso, sino cómo se denominaba a algún pueblecito o localidad; a lo mejor en Inglaterra, de donde viene, era la ciudad de las despedidas, a donde todos iban a decirse hasta pronto. En inglés, obvio.

-Es una actividad edificante, vamos. Pero me refiero a que, por ejemplo, un nombre con una fonética estruendosa marca en buena medida la identidad y la vida misma de una persona. Así puedes ver que es habitual encontrar en los nombres masculinos mucho la letra r. Ya sabes que si a la r le acompañas una o más 'eres' al pronunciarla, genera un cierto efecto.

-Bueno, hay otras cosas de un nombre que podrían pesar más, como que fuese el mismo que el de tu padre o madre. Además, de dónde vengo, eso de pronunciar así las 'eres' más bien tendría el efecto de que crean que vienes de algún pueblo.

-Vengo de un pueblo, de hecho.

-Yo no, yo vengo de una enorme y congestionada ciudad, una ciudad en la que el sol siempre despierta a la misma hora, y alumbra fulminante y vertical. Una ciudad que estira sus brazos, se extiende y se sostiene de enormes montañas, de las que baja un frío andino y borrascoso.

-Sería bueno un poco de efectos especiales, ¿no?

-Es que, no consumo de eso.

-Pff, gracioso, me refiero a algo de música; y bueno, quizás sí algo de vino, me gusta el vino.

-Siendo así. ¿Quieres pasar? Estamos a dos pasos de mi casa.

-También a dos de la mía.

-Vaya, ‘tan vecinos y tan lejos, verte y no verte…’.

-‘Tan jóvenes y tan viejos, muera la muerte’.

 
-Pues qué, ¿lanzamos una moneda? -dije.

-Ahí va, ¿cruz o cara?

-En mis tierras decimos cara o sello.

-Sello, que rima con cuello, que rima con murmullo, que rima con repollo, que rima con retoño.

-Pues rimar rimar, te concedo lo de sueño.

-No he dicho sueño, además que aquí el poeta supuestamente eres tú.

-Poeta el famoso de mi nombre, yo no.

-Tienes mirada de poeta, tienes un aire... tienes que serlo; y si no lo eres, lo serás en mis pensamientos, en mi imaginación, en mi realidad.

-Cruz.

-Pues ha salido cruz, a tu casa.

Tenía preferencia por ir a mi casa, no tanto porque no quisiera conocer la suya, que si lo quería; sino porque tenía una absurda y casi enfermiza necesidad de escuchar un disco que me habían enviado en la mañana y que no había podido antes de salir. Como una extraña sed no saciada durante horas, y que solo podía serlo con un especial brebaje al que por fin tenía alcance. Por fortuna la moneda me favoreció. Pasamos y dije de la nada:

-Del invierno me gusta la nieve; la nieve, y los atuendos de los bebés. Quizás parezca un poco insulso, pero me alegra ver a los niños con esos mini-gorros o esas chaquetas diminutas. Me emociona siempre.

-Me agradan también esos atuendos invernales; de la nieve, algo menos.

-Desde hace un par de años me empecé a obsesionar con esos tocadiscos antiguos. En casa de mi abuelita había uno grande, en el que mi abuelito solía escuchar tangos. Según sé era muy aficionado a ellos, y en realidad debió haber sido así porque tenía una enorme colección de acetatos. Ojalá algún día los pueda rescatar. La cosa es que me he conseguido finalmente uno: pequeño, estaba de oferta, y aunque sé que quizás no podré tenerlo por mucho porque tenga que irme, no me resistí.


-Escuchar acetatos tiene algo demasiado especial.

-Si, aunque a veces creo que es solamente el sonidito ese de la aguja al inicio, que provoca una sensación de nostalgia, quizás artificial, o quizás de otra vida, de otra dimensión.

-No, es mucho más; bueno sí, la agujita endemoniada esa. Pero es otra cosa, es como si tuvieras ahí mismo al artista cantando, interpretando, teatralizando, en exclusiva, en vivo para ti. Cierras los ojos, y simplemente viajas a través de la música hacia una fantasía.

-Precisamente. Entonces sucumbí al deseo, y me compré uno, pasando por una calle de uno de estos barrios, un sábado, de venta de garaje. Imaginaba que cuando finalmente llegara el día de comprarme un tocadiscos, iba ser a una abuelita compungida pero risueña, que con cierto pesar tenía que dejar ir un sentido recuerdo de tiempos primaverales. Pero no. Se lo compré a un adolescente que dijo que se lo había regalado a su novia pero que a ella no le había gustado, y ahora lo tenía que vender.

-¿Qué vas a poner?

-Me llegó hoy un disco. Lo había estado esperando por mucho, o mejor dicho, esperé por mucho encontrarlo en acetato, y finalmente durante toda una tarde de resaca me puse a buscar por internet, y lo encontré. Me costó un buen dinero, porque tuve que importarlo de México, pero estoy seguro que valdrá la pena.

-¿De quién es?

-Silvio.

-Vaya, vaya, se me apetece, se me ha hecho agua la boca.

-No es uno de los clásicos, y de hecho, creo que sólo me interesaban más que nada una o dos canciones; ya sabes, lo habitual. Es el segundo de una trilogía que hizo allá en los 90s, vaya época para Cuba, pero inspiración no le faltó. De por allá también surgió El Necio, tremenda; y aún más, Quien Fuera, increíble. De esa trilogía me faltaba éste, que creo que se lo dedicó a su padre.

-A ver si lo escuchamos.


-Recordaba aquella vez que te encontré después de tropezarme con un gato.

-No te tropezaste, y fue hace un rato nada más.

-¿No decías que era yo el poeta?

-Eso no es poesía; tropezar con un gato, caminar junto a pato, conservar la cordura, para no caer en la locura. Suena más a un verso, que tu insulso intento.

-Pues vaya que andas con paladar negro.

-Relátame algo, andas ya mucho tiempo en silencio: qué será de tus letras, qué será de tus palabras, qué será de tu curiosa prosa.

-Es una ocurrencia, indefinible, que se escabulle en medio de la noche. Es el corazón de la memoria, que se arrulla bajo el cobijo de un halo de luna. Un susurro renaciente, una manía desterrada, una sonrisa reluciente, un recuerdo libre de congoja. Recurro al firmamento, me aferro a un pensamiento. Navega el bote sobre un mar esplendoroso, un piélago de dicha del que emerge una desafiante redención.

-¿Vas ya a brindarme una copa de vino?