sábado, 13 de marzo de 2010

LLANTO

Solo un diminuto pájaro rojo volaba por entre las claras nubes de ese desengañado atardecer, recubierto por escarcha y serpentinas color escarlata. Sobre uno de los banquitos de aquel lejano parque, descansaba una reseca hoja café, que había caído lentamente durante eternos segundos desde la casi desnuda copa del mismo árbol abandonado de siempre, aquella imagen lejana de ciprés alto e infinito. No miraba nada más que los colores de su propia ceguera, el arcoíris secreto de las ilusiones de su mismo pensamiento, de sus mismas idealizaciones futuras, de aquellos amores fantásticos que solamente se concibieron en lo profundo de sus cavilaciones, en lo más hondo de sus infernales llantos. El corazón latía casi paralizado; por momentos, recordaba aquellas frases trilladas de las que pretendía vanamente ser autor; esa frase que repitió en su mente, tal cual una declaración de amor jamás pronunciada: los ojos son una representación externa de mi corazón, una manifestación sublime del interior de ese sentimiento incontenible que sale a la luz cuando el brillo de una estrella se opaca ante la incandescencia de una mirada, ante el suave crepitar de la garúa que aguardaba mi llegada. Sostuvo su respiración por un breve instante, empapándose con las primeras lágrimas tardías de su corazón, transformadas pronto en el inconsolable llanto de esos sueños que nunca se cumplieron, que solamente vagaron por las alcobas vacías de esas historias de falsa nostalgia, de hechos que jamás ocurrieron, que solamente rondaron su cabeza cuando los necesitó como refugio ante tormentas más desastrosas e hirientes. Cuando se preguntó las razones de sus desencuentros, simplemente halló la lágrima reseca de su corazón oprimido y apagado. Encontró la respuesta a la desidia de su alma, al cansancio de sus ilusiones, a la noche de sus atardeceres; a su ingenua soledad.