viernes, 19 de febrero de 2016

Simultaneidad

Aquella vez te encontré contemplando un gato gris a la distancia. Unos minutos antes ya te había visto afuera de tu departamento, en la vereda, frente a la calle, arrimada a la puerta negra de metal que no he borrado de mi memoria. Fumabas con desgano uno de esos cigarrillos cuyo aroma me producía dolores de cabeza, algo que tú muy bien sabías. Tu mirada parecía perdida, como si hubieras estado oteando un horizonte de brillantes y fantásticas constelaciones, uno que para tu desgracia -o quizás contento- solo tú y nadie más podía ver. Sin embargo, conforme me fui acercando, pude pronto darme cuenta que en realidad no tenías fija tu mirada en algo sobrenatural, sino en aquel gato pusilánime.

Es que a mí la verdad en un inicio me pareció un felino cualquiera, sin ninguna gracia especial, sin ningún atributo fantástico, sin ninguna magia. Y mira que eso para mí es mucho decir, pues yo mismo te he manifestado en innumerables ocasiones, con distintas palabras y metáforas, que para mí los gatos son seres nebulosos y trans-dimensionales, que simultáneamente habitaban varios mundos y, por ello, capaces de mantener una irreverente perspicacia que muchos humanos rasos envidiamos con todas nuestras fuerzas. Tú siempre tomabas esas explicaciones como una superflua estratagema para llamar tu atención, o en el mejor de los casos, como un mal chiste. Pero ahí estabas esa vez, observando ese gato como hubiera querido yo que me observes la primera vez que nos vimos; vaya que me hubiera ahorrado tantos dilemas y esfuerzos inútiles.

Como quise analizar esa escena a profundidad, me escondí de costado detrás de un poste de luz, y contemplé desde allí todo lo que pude. En un principio me resultó francamente imposible concentrarme, ya que lucías impecable: con tus rizos castaños, y tu extraña e insólita mirada de estricto y solemne compungimiento; con esos curiosos rubores rosados en tus mejillas; con tu vieja bufanda dorada; con tu presencia impoluta a pesar del añejamiento de tus ropas; y con esa mueca característica de tu boca, siempre notoria en todas tus fotos. Cada que te veía, a pesar de los años y las distancias transcurridas, me quedaba embelesado, como un niño que por primera vez prueba un helado y no quiere que se acabe nunca, aunque con cada lamida de hecho contribuya inexorablemente a su fin.

Así estuve yo durante varios minutos, o quizás siglos de algún otro universo, hasta que finalmente recordé la razón por la que estaba allí, y me fijé nuevamente en aquel extraño felino. Mas, por algún indescifrable encantamiento, aquella criatura de repente me dejó de parecer nimia y medrosa; de repente, me empezó a parecer inquietante y poderosa, milenaria y sobrecogedora, curiosa y eterna. Por ese extraño encantamiento por el que posiblemente tu mirada también se centró tan fecundamente en él, en ese instante yo también caía adormecido y conquistado por la presencia de aquel gris gato.

Estaba sin remedio ahí, como atrapado en un sueño soporífero, como si lo que vieran mis ojos estuviera enmarcado en una fantasmagórica neblina, en una cuadrícula vaporosa; como si de una fotografía difuminada se tratase. Observé como el gato caminaba a pasos excesivamente lentos y descuidados, sin refinamiento, sin elegancia; una cadencia impropia para un animal que presumía sagaz, ágil y atlético. Pero ese irreverente micifuz no podía dejar de generarme una extraña sensación de desasosiego y necesidad, de atracción desmedida y temor incontrolable; como si estuviera espiando y casi tocando al objeto más deseado que, al mismo tiempo, era de por sí el más inalcanzable.

Sin embargo, de la nada, de un instante a otro, sus profundos y temibles ojos bicolores, turquesa y verde fosforescente, se posaron sobre los míos con aguda temeridad. El felino tenía una mirada fulminante, un espectro desquiciante, una presencia exasperante. Luché con todas mis fuerzas para no dejar caer mi mirada, para no tornar los ojos ni lucir extraviado, como en efecto estaba. El gato continuó contemplándome a la distancia, y presentía con toda fuerza como me aniquilaba con sus pensamientos, como me tenía por un papanatas, por un ser desdichado y vacuo. Fue entonces que me di cuenta del infortunio en el que me encontraba, o mejor dicho en el vil conjuro en el que había caído más por inercia que por otra cosa. Como una gota helada y terrorífica de esas que le cae a uno en el cuello en el momento menos esperado, intuí lo que estaba ocurriendo, y torné enseguida mi mirada hacia el poste de luz en el que debía estar yo escondido. Y en efecto, me encontré a mí mismo de costado, con la mirada en mi dirección, pero oscurecido por la tímida sombra que generaba el poste.

Como ves, ya no era más yo, sino que era tú. Y la verdad, no sé si tú fuiste yo en esos instantes, o compartimos en esos segundos la misma corporeidad. Pero lo más tenebroso fue que precisamente no fue solamente corporeidad, pues pude ir más allá. Me sentí tú, en todo el tamaño de la palabra; fui tú por unos instantes, fui tú y sentí lo que tú sientes, y percibí lo que tú percibes, y olí lo que hueles; y me encontré con tu corazón latiendo dentro de mí, o quizás a mí latiendo dentro de tu corazón, o quizás a nuestros corazones al unísono latiendo al mismo tiempo, en la misma sinfonía, con la misma orquesta, en el mismo escenario, y con el mismo público. Entonces me aterré, porque pronto me di cuenta que tenía un poder devastador: podía saber lo que de verdad sentías.

Pero no. Sabemos bien, tú y yo, que estas cosas no son unívocas. Sabemos bien, tú y yo, que estas cosas no son homogéneas. Sabemos bien, tú y yo, muy bien, para bien y para mal, mucho más que bien, que estamos llenos de equívocos y ambigüedades. Así que cuando miré con toda mi fuerza y sin ningún escrúpulo hacia mi dirección, justo detrás del poste en donde me encontraba, y justo a los ojos que pretendía esconder en las sombras, no encontré nada más que esa simbiosis absurda de emociones, tan intensas ellas, tan incólumes ellas, que en la confrontación permanente en la que se hallan, terminan por anularse.

Traté de encontrar al gato con mi mirada, pero ya no estaba más. Te traté de encontrar a ti, y ahí estabas, pisando ya con tu bota derecha el cigarrillo, y sonriéndome con sincera pero bien trabajada empatía. Recordé entonces lo que había sentido cuando las direcciones de nuestras miradas estaban intercambiadas, y comprendí que no estabas tan cerca como deseaba, ni tan lejos como pensaba.

Así que, como el niño ese del helado, fijé mis ojos en los tuyos, y te encontré.

Pero tú, si llegas a encontrar a aquel contumaz micifuz, míralo a los ojos; sólo ahí me encontrarás.

domingo, 14 de febrero de 2016

Noches perdidas

Entonces estuvimos aquella vez pensando en los pormenores de nuestros planes. Cada cual iba a tomar una determinación específica, que en principio nada tendría que ver con la otra, pero que ineludiblemente, por los azares de la costumbre y la rutina, se entremezclarían sin remedio. Empezamos, pues, con un buen trago de vino cada uno, que con buen criterio habías servido previamente 'por si acaso'. Dos generosas copas, de un vino nada despreciable; aunque como era común en ti, seguramente apenas lo catarías con la punta de tu lengua, mientras me dejarías a mí emborracharme hasta empezar a contar historias fantásticas de dudosa ocurrencia, pero que te divertían de formas que yo nunca de verdad llegué a comprender. Con el lápiz que te había regalado tu madre hace dos años, y que nunca habías osado usar hasta ese momento, iniciaste la diagramación de tus planes para el fin de semana. Pensé que como siempre, ibas a hacer una lista punto por punto de cada cosa: 8h00: Poner el café a pasar por la máquina. 8h15: tomar la pastilla con el té de manzanilla. 8h30: comer el desayuno: galleta integral, jugo de naranja, huevo cocido, café. 9:00: baño y aseo... Todo eso pensé que programarías, pero me equivoqué. Cuando me percaté, al cabo de unos minutos de estar vanamente intentando precisar mis propios planes, observé que en realidad estabas haciendo un dibujo de esos que no hacías hace años. Con el rabillo del ojo, pues no quería que te dieras cuenta de mi espionaje, seguí atentamente los trazos y coloreadas que hacías, y al mismo tiempo me perdía en las minucias: el zigzagueo de tu mano derecha con el lápiz apretado, los ruidos apenas perceptibles que hacías con tus labios por la concentración, el armonioso ir y venir de tu mirada, tus respiraciones a un tiempo aceleradas a otro tiempo pausadas. Todo ese proceso maravilloso me inquietaba hasta la médula, pues presentía que en él se escondía toda la autenticidad de tu ser, toda la magnificencia de tu imponente espíritu, de tus ocultas inquietudes. Me convencí a mí mismo, durante esos eternos instantes, que eras tú misma manifestándote en toda tu magnitud, en todo tu portento, en toda la cadencia de tu alma. Posiblemente no eran más que absurdas cavilaciones de mi imaginación, pero lo cierto es que no podía perder pista ni por un segundo de aquella partitura en ejecución que constituía el movimiento de tus dedos y de tus manos. Estuve así durante un tiempo que difícilmente podría definir, pero que sin duda debió ser sumamente extenso puesto que permitió que prácticamente terminaras tu dibujo, o al menos desde mi perspectiva. Sin embargo, lo que más me llamó la atención de toda esa extraña configuración, no fue en sí el que te hubieras decidido repentinamente a hacer algo que no habías hecho en muchos años, ni tampoco el que hubieras escogido para ello el regalo tan preciado que te había hecho tu madre por uno de tus cumpleaños -que recuerdo perfectamente, pero que omitiré por una licencia inconsulta de inusual cortesía-. Nada de ello. Lo que en realidad me dejó casi estupefacto fue tu final decisión de aparentar no haber hecho nada, esconder tu dibujo tras el impulsivo trance que te trajo de vuelta a la realidad, y fingir que ya habías hecho tus planes y preguntarme si ya había hecho yo los míos. Entonces te miré a los ojos con acertado gesto inquisitorio, lo mantuve con suficiencia durante el tiempo adecuado, y finalmente con medida timidez, pero con poco meditada decisión, te inquirí sobre el dibujo que habías hecho. Ante tal afrenta a tu privacidad, no pudiste menos que mirarme con cierta modulada ira; sin embargo, al darte cuenta del despropósito de tu actitud, cambiaste poco a poco de semblante hasta terminar carcajeándote de una manera espeluznante y francamente irreconocible. Seguramente por constatar que mi reacción fue de total estupefacción, retornaste de inmediato a tu estado natural de trabajada calma, y me miraste con ternura y hasta afección. Sonreíste con sinceridad durante unos segundos, y finalmente sacaste de entre los papeles el dibujo y me lo mostraste directamente, sin precauciones ni detalles.

Me serviste una copa más de vino, luego ya de haberme terminado la primera, y me pasaste una servilleta para que me limpiara los labios. Recordé finalmente aquella vez en que me habías dicho que harías un dibujo de algo siniestro y complicado de entender, que sucedería algún día de la nada, que sería como un trance, que lo tenías por seguro ya que lo habías soñado con extrema claridad en alguna siesta de tu niñez, y que no podías asegurarme lo que sucedería después de eso. Que si tenía suerte -o mala suerte- estaría aún contigo para verlo, y que luego de eso no aceptarías ningún reproche a cualquiera de las decisiones que tomaras. Pues bien, aquel momento llegó y entonces, tras acabarme la segunda copa de vino, esperé a que saliera de tu boca alguna palabra que me condujera al túnel oscuro e inédito de la decisión que tomarías, una a la que de por sí sabía que no estaría preparado para afrontar ni asimilar. Me miraste a los ojos, te acercaste a mi boca con la tuya, apretaste mis labios con el pulgar y el índice de tu mano izquierda, me soltaste un beso loco y pegajoso, y me dijiste que habías decidido enamorarte de mí y que, por lo tanto, podía muy bien empacar mis cosas y largarme, pues aquello no funcionaría sin alguna promesa incumplida.

¿Cuál promesa era aquella que habría de incumplir?

- ¿Que nunca me separaría de ti?
- No, que nunca me dejarías enamorarme de ti.

Me levanté de la mesa y me comí la última tostada que aún quedaba, y me dijiste que no me fuera, y aún no sé, hasta el día de hoy, lo que de verdad te respondí.