domingo, 14 de febrero de 2016

Noches perdidas

Entonces estuvimos aquella vez pensando en los pormenores de nuestros planes. Cada cual iba a tomar una determinación específica, que en principio nada tendría que ver con la otra, pero que ineludiblemente, por los azares de la costumbre y la rutina, se entremezclarían sin remedio. Empezamos, pues, con un buen trago de vino cada uno, que con buen criterio habías servido previamente 'por si acaso'. Dos generosas copas, de un vino nada despreciable; aunque como era común en ti, seguramente apenas lo catarías con la punta de tu lengua, mientras me dejarías a mí emborracharme hasta empezar a contar historias fantásticas de dudosa ocurrencia, pero que te divertían de formas que yo nunca de verdad llegué a comprender. Con el lápiz que te había regalado tu madre hace dos años, y que nunca habías osado usar hasta ese momento, iniciaste la diagramación de tus planes para el fin de semana. Pensé que como siempre, ibas a hacer una lista punto por punto de cada cosa: 8h00: Poner el café a pasar por la máquina. 8h15: tomar la pastilla con el té de manzanilla. 8h30: comer el desayuno: galleta integral, jugo de naranja, huevo cocido, café. 9:00: baño y aseo... Todo eso pensé que programarías, pero me equivoqué. Cuando me percaté, al cabo de unos minutos de estar vanamente intentando precisar mis propios planes, observé que en realidad estabas haciendo un dibujo de esos que no hacías hace años. Con el rabillo del ojo, pues no quería que te dieras cuenta de mi espionaje, seguí atentamente los trazos y coloreadas que hacías, y al mismo tiempo me perdía en las minucias: el zigzagueo de tu mano derecha con el lápiz apretado, los ruidos apenas perceptibles que hacías con tus labios por la concentración, el armonioso ir y venir de tu mirada, tus respiraciones a un tiempo aceleradas a otro tiempo pausadas. Todo ese proceso maravilloso me inquietaba hasta la médula, pues presentía que en él se escondía toda la autenticidad de tu ser, toda la magnificencia de tu imponente espíritu, de tus ocultas inquietudes. Me convencí a mí mismo, durante esos eternos instantes, que eras tú misma manifestándote en toda tu magnitud, en todo tu portento, en toda la cadencia de tu alma. Posiblemente no eran más que absurdas cavilaciones de mi imaginación, pero lo cierto es que no podía perder pista ni por un segundo de aquella partitura en ejecución que constituía el movimiento de tus dedos y de tus manos. Estuve así durante un tiempo que difícilmente podría definir, pero que sin duda debió ser sumamente extenso puesto que permitió que prácticamente terminaras tu dibujo, o al menos desde mi perspectiva. Sin embargo, lo que más me llamó la atención de toda esa extraña configuración, no fue en sí el que te hubieras decidido repentinamente a hacer algo que no habías hecho en muchos años, ni tampoco el que hubieras escogido para ello el regalo tan preciado que te había hecho tu madre por uno de tus cumpleaños -que recuerdo perfectamente, pero que omitiré por una licencia inconsulta de inusual cortesía-. Nada de ello. Lo que en realidad me dejó casi estupefacto fue tu final decisión de aparentar no haber hecho nada, esconder tu dibujo tras el impulsivo trance que te trajo de vuelta a la realidad, y fingir que ya habías hecho tus planes y preguntarme si ya había hecho yo los míos. Entonces te miré a los ojos con acertado gesto inquisitorio, lo mantuve con suficiencia durante el tiempo adecuado, y finalmente con medida timidez, pero con poco meditada decisión, te inquirí sobre el dibujo que habías hecho. Ante tal afrenta a tu privacidad, no pudiste menos que mirarme con cierta modulada ira; sin embargo, al darte cuenta del despropósito de tu actitud, cambiaste poco a poco de semblante hasta terminar carcajeándote de una manera espeluznante y francamente irreconocible. Seguramente por constatar que mi reacción fue de total estupefacción, retornaste de inmediato a tu estado natural de trabajada calma, y me miraste con ternura y hasta afección. Sonreíste con sinceridad durante unos segundos, y finalmente sacaste de entre los papeles el dibujo y me lo mostraste directamente, sin precauciones ni detalles.

Me serviste una copa más de vino, luego ya de haberme terminado la primera, y me pasaste una servilleta para que me limpiara los labios. Recordé finalmente aquella vez en que me habías dicho que harías un dibujo de algo siniestro y complicado de entender, que sucedería algún día de la nada, que sería como un trance, que lo tenías por seguro ya que lo habías soñado con extrema claridad en alguna siesta de tu niñez, y que no podías asegurarme lo que sucedería después de eso. Que si tenía suerte -o mala suerte- estaría aún contigo para verlo, y que luego de eso no aceptarías ningún reproche a cualquiera de las decisiones que tomaras. Pues bien, aquel momento llegó y entonces, tras acabarme la segunda copa de vino, esperé a que saliera de tu boca alguna palabra que me condujera al túnel oscuro e inédito de la decisión que tomarías, una a la que de por sí sabía que no estaría preparado para afrontar ni asimilar. Me miraste a los ojos, te acercaste a mi boca con la tuya, apretaste mis labios con el pulgar y el índice de tu mano izquierda, me soltaste un beso loco y pegajoso, y me dijiste que habías decidido enamorarte de mí y que, por lo tanto, podía muy bien empacar mis cosas y largarme, pues aquello no funcionaría sin alguna promesa incumplida.

¿Cuál promesa era aquella que habría de incumplir?

- ¿Que nunca me separaría de ti?
- No, que nunca me dejarías enamorarme de ti.

Me levanté de la mesa y me comí la última tostada que aún quedaba, y me dijiste que no me fuera, y aún no sé, hasta el día de hoy, lo que de verdad te respondí.

No hay comentarios: