domingo, 11 de octubre de 2009

SILENCIO PERDIDO

No eran cenizas de esas que, en las calles húmedas, reposan luego de una madrugada de silencios y dudas.

Una banda de perros callejeros andaba con cautela por entre las hojas secas desperdigadas a lo largo del sendero de adoquines, de ese parquecito de barrio viejo. Los árboles despertaban y respiraban de las primeras brisas de olor a pétalo de noche triste. Ahí estaba el paso de las lunas oscuras por entre las nebulosas de esa galaxia de nostalgias escondidas. Ese tenue rosado de las nubes intimidadas por la tempranera alba de las soledades silenciosas. Eran esas hojas de un diario escrito a medias, apesadumbrado por las gotas saladas provenientes de los olvidados ojos responsables de una mirada no correspondida, espectadores de una traición no consumada, de un artificio de fuego azul que devino en una hálito de pólvora marrón contagiada por la fulgurosa llama de un corazón incomprendido, de una noche atrapada por las lágrimas de un planeta oscuro. Pero las cenizas no eran de esas que cualquiera hace con un candelabro y la leña de una melancolía errante.


Al levantarse una mañana de insólito granizo, no encontró razones para recoger los retazos de sus lágrimas perdidas. No era tiempo de distraerse en conversaciones íntimas de su propia autoría; de esas charlas con la absurda conciencia que solo aparecía cuando todo estaba consumado y no había marcha atrás. Eran esos los momentos precisos en que hubiera preferido encontrarse sentado frente al convento de campanarios imponentes y aldabas forradas de pan de oro; ahí, tomando un cafecito que le quemara la lengua y le recordara la vida. Pero no lo era, no era ese el escenario, no era la situación, ni el ideal; no era el momento cumbre, ni la expresión máxima de sus anhelados sueños trastornados pero transformados en gloriosa aunque breve y poco parsimoniosa realidad. Se conformó con permanecer atónico ante el óleo de ese árbol rojizo clavado en mitad del lienzo, con las raíces profundas y dolorosas, luchando incesantemente por llegar al encuentro final, a la ceguera fatal, a la sublimación total.


El paso de las noches no alivió el ardor de las cenizas. Las madrugadas fueron pretextos de lunas llenas, de grises encuentros entre pensamientos inexplicables y utópicos. El canto de las luciérnagas invisibles no llegaba hasta el corazón de los envilecidos, que únicamente se limitaban a buscar la frívola luminosidad. Lo triste fue que, poco a poco, las pocas luciérnagas se mimetizaron a una realidad que las atrapó, escondiendo la dulzura de su canto, para dar primacía al impacto de su luz. Así fue que un caminante de madrugadas solitarias, aguzando el oído cuando el instinto provocaba sus latidos, no pudo descifrar el cántico que provenía de la belleza sublime de lo no evidente, del verdadero encuentro con ese amor desengañado aunque esperanzado. Esas falsas luces le aturdían; pero más que eso, le entristecían y le decepcionaban. Buscó la proyección de esa verdadera belleza oculta, de ese sentimiento que hace temblar las cúspides de la razón. Pero no lo encontró, porque la superficie se interpuso sobre la profundidad; porque su corazón latió, cuando no fue correspondido. Porque su mente soñó, cuando era tiempo de aferrarse a la realidad para caminar. Y lloró.