jueves, 21 de mayo de 2009

UNA HISTORIA PERDIDA (Parte 3)

III
Pasó junto a un puesto de ventas; allí, un joven voceador tenía a la venta ejemplares de las más variadas revistas y periódicos. Por ahí se podía encontrar la de crucigramas, aquella otra con caricaturas, la del diminutivo de cóndor, otra de un autor cuyo nombre le recordaba la quinua; y, también, las de adultos y, por ser un puestito “pluralista y democrático”, de adultas; magacines con provocativas fotografías de sensuales muchachas y de esbeltos jóvenes en ropa interior. Por último, también habían las de cocina y tejido.

Se detuvo un momento a contemplar alguna cosa de interés; en realidad, se dijo, le interesaba una revista de aviación que había salido a la venta hace más de 10 años y que, según le había confiado un fugaz amigo de la universidad, contenía un holograma oculto en una de las páginas, en el cual estaba representada una inédita pintura de Miró; obra de arte ésta, que había pasado por las manos de varios ladrones de pinturas y esculturas famosas y que, entre tanto trajín, logró ser escaneada por uno de ellos y vendida a alto precio a un multimillonario propietario de una empresa especializada en la fabricación de aviones de guerra, así como de una imprenta dedicada a la edición y publicación de revistas y libros acerca de aeroplanos y naves en general. Pero más allá del hecho de esa publicación oculta, secreto conocido por pocos, estaba la clave de un dilema no resuelto, la llave que le permitiría comprobar la razón de sus sinrazones e iluminar el pozo mohoso y ennegrecido de sus pensamientos últimos.

La revista no apareció, pero de todas maneras se lo preguntó al voceador; éste, con una mirada perspicaz y profunda, parecía demostrar conocer sobre el asunto. Demoró un par de segundos en responder, bajó la mirada y sacó de entre un cajón inexplorado, el ejemplar tan anhelado. Se lo mostró por unos segundos y lo volvió a guardar. El voceador bajó la cabeza e hizo un gesto de negación, ante lo cual Ño solo pudo mantener su mirada clavada en dirección a ese invisible cajón. Se aprestaba a retirarse, pero dijo una última palabra: Miró. Más rápido que un parpadeo, el joven del puestito alzo la vista y dijo “espere un momento”. Al parecer, el “ábrete sésamo” traducido en lengua artística en el nombre de un famoso catalán, sirvió para abrir las pesadas puertas y correr el picaporte de cobre de aquel guardián secreto.


Eso terminó de imaginar tras dejar atrás el puesto de revistas, tratando de olvidar el motivo de su “paseo”, lográndolo con relativo éxito; pero este asunto era de esos que siempre están latentes, constantemente presentes en el fondo de nuestros pensamientos, pero emergiendo permanentemente a la superficie, buscando una orilla en la cual anclar y permanecer cuanto sea necesario para colonizar un pueblo desolado, hasta arruinarlo y consumirlo, para luego retirarse, como una tormenta tropical incontrolable. Así que a pesar de sus intentos, el asunto pervivía perpetuamente entre sus ideas y eso lo mantenía en un incómodo vilo.

De cualquier manera, ya se estaba acercando y haya querido o no, el momento de encontrarse con su verdad y su certeza, con sus miedos y sus odios, sus amores olvidados y sus angustias relucientes, llegaba inexorable y cada vez más rápidamente. El semáforo seguía en rojo, los automóviles andaban a velocidades ilícitas, pero seguramente muy justificables para sus conductores. El muñequito electrónico del cuadradito verde bajo el semáforo, aún seguía pintado de rojo, sin mover sus imaginarios y poco aritméticos pies; los segundos luminosos del semáforo opuesto, continuaban transcurriendo sin pausa, pero como si cada vez se hicieran más lentos y, como si a su compás caminará el muñequillo, éste parecía detenerse, tomarse un descanso, beberse un vaso de gaseosa, comer un sándwich de pernil de un puestito bajo la Catedral Metropolitana, un vasito de jugo de mora, una colación, y luego, en un banquito de la Plaza del Teatro, junto al Evaristo, mirar la noche caer con el tañido de los campanarios crepusculares de fondo.

El verde se iluminó y el muñequito, ahora con traje verde, asesinó a su compañero opuesto, tiñéndolo de roja y luminosa sangre. Segundos que se fueron y segundos que ahora le dan paso, sobre las líneas cebra hacia una calle empedrada. El sol en su cenit, pero imperceptible, pues las nubes prometían lluvias y no sólo sombras; parecía como si la luna se hubiera cobijado y estuviera posando frente al sol, entre él y la Tierra, cubriéndolo por doble partida. Viró por la siguiente esquina y se encontró de golpe con una puerta de madera avejentada; no tocó, pues sabía que estaba abierta. Era consciente que estaba entrando por la cocina, de aquellas restauradas con piso de mármol, techos tan altos como un rascacielos de vajilla, y lavaderos hechos para, ahí mismo y de una sola tajada, arrancar las entrañas al cerdo para la fritada o al chivo para su sabroso seco, con papas, lechugas y flan.

No había nadie en ese lugar; quizá almas perdidas, espíritus de espasmo que, ante el menor descuido, recorren con las hilachas de sus vestidos nuestros cuellos, estremeciéndonos gélidamente y provocándonos incontenibles chillidos de terror y escozor. Un viento extraño le recorrió la espalda a Ño, posiblemente alguno de estos huéspedes perpetuos; salió por la puerta que daba al comedor y, en el fondo, lo recibió una tenebrosa pintura de la “Última Cena”, con un Jesucristo desolador, fantasmal y hasta maléfico en el centro, con sus cejas pronunciadas hacia el infierno y los ojos oscuros como el carbón; junto a él, sus apóstoles, disimulando encontrarse en otros menesteres, pero sin despegar un solo instante, una sola milésima, sus ojos de su predicador y, según querían creer, salvador. Un marco dorado con brillos rojizos, como una delicada hoja de platino envainada luego de haber acometido a algún enemigo o malhechor en su pleno corazón. Temibles ángeles grises vigilaban la escena, clavando sus fulminantes miradas en todo animal rastrero y pecador insensato.

El patio interior le dio la bienvenida. El sol se apareció por entre las nubes, apenas un segundo, cegándolo e impidiéndole apreciar la baldosa que rodeaba a la piletita de piedra. Anduvo unos cuantos pasos y permaneció de pie unos segundos más, hasta recuperar la visibilidad. Miró a su alrededor y pensó en todo lo que lo tenía allí y no en otro lugar; todas las causas que conspiraron para que, en ese preciso instante, en ese insondable segundo, estuviera parado mirando hacia el cielo, por arriba de los tejados de aquella casa, y no bajo las rieles de un tranvía, en su cama enfermo de gripe o junto a su madre tomando un té. En todo eso caviló cuando, finalmente, se dijo asimismo: he sido el primero en llegar. Tomó asiento y esperó. Pero no era el primero, definitivamente no lo era.

seguirá....... cuando me apetezca....

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Imagen tomada de: http://www.juntadeandalucia.es/averroes/iesmateoaleman/musica/imagelenguaje/Miro1.jpg. 21 de mayo de 2009.