sábado, 15 de abril de 2017

Apócope

Bajo el triste viento de una primavera desteñida, recordé aquellos ojos que alguna vez brillaron frente a los míos. Sintiendo ya las gotas de un nuevo chubasco resbalar sobre mi frente, recordé aquellos brotes dorados de una ondulada cabellera. Lejana percibí mi vida, como desarraigada de mi propio espíritu, presa de hirientes ráfagas de incesante melancolía. La lluvia de lleno atería el vacío, aturdía sin refreno la sed de mis derrotas.

Bajo la cálida brisa de una primavera colorida, recordé aquellos ojos que alguna vez brillaron frente a los míos. Sintiendo ya las últimas gotas de un ardiente aguacero, recordé aquella silueta que tan cara a mis suspiros había sido recreada. Atada a mis memorias, como adherida a un incierto destino, sujeta al vaivén de mis más inspiradas poesías. Cortinas de flores enjoyaban el vacío, embellecían de locura la sed de mis idilios.

Oteo el claro y sonrojado horizonte, renace entonces de mi memoria algún sueño enconfitado. De aquella ocasión que se me cruzó una cualquier cafetería, y tras de la puerta me encontré con tu sonrisa. Salimos tímidos por sobre alguno de esos infinitos puentes, y anduvimos arrebatados por entre los canales en nuestras bicicletas. El suave viento atizaba las llamas de tus eternos cabellos, mientras de reojo intercambiabas gustos con mi inocente sonrisa. Tanto pedalear hasta llegar a aquel parque, nos lanzamos sobre el pasto haciendo figuritas. Me preguntaste si pensaba que llovería, pero guardé silencio ante la duda de mi corazonada.

Aquella tarde en que el sol ya no nos rehuía, me acerqué a tu cuello sin que tan siquiera lo intuyeras. Aquel perfume fresco de otoño retraído, aquella textura incierta de indefinible complacencia. Mi aliento descargado sobre la nívea llanura de tus hombros, mientras sin duda sonreías, aunque no pudiera yo aún descifrarlo. Tornaste y me miraste con misteriosa persistencia, sin sonrisas ni sonrojos, tan solo con deseo. Nos observamos así, despacio, con la consciencia derretida por la canícula etérea de una dicha irreprimible.

Diría yo que aquellos sábados no fueron tristes. Diría yo que aquellas madrugadas se fueron sin desdicha. Más atesoro algún mayo que febriles agostos, o impertérritos abriles. Atestiguaron las nubes, alguna luna, lúcidas las estrellas, lastimeras hojarascas, tempraneras las lágrimas, el clímax de tu boca. Memorias imposibles, hechos insuficientes. Pero aquellos latidos me parecieron infalibles, perpetuos.

Un café más, un café menos. Sentada junto a mí te ideé aquella tarde. Afuera andabas aún, deshaciendo algún cigarro, sin percatarte que debía cruzársenos esa maldita cafetería. Y sin embargo así hubo de ocurrir, con un aire nocturno de maullidos inquietantes, de crepitaciones alucinógenas, de farolas anubladas.

Luego encuadraba mi cámara para recrear en un atardecer aquellos ojos entrañables. El sol entre nubes escarlatas, cuando percibía tus suaves brazos sofocando mis ansiedades. La luna se complacía sobre el espectro de nuestras sombras, y tu recuerdo sobrevenía de entre las mazmorras de una fatal alegoría. Ingenuamente aún percibo tus contornos en la soledad de mi lecho, aunque nunca hayas abierto el portal de mis oscuros secretos.

Caminos bifurcados, destinos abatidos. El cielo se despeja. Lejanía.