sábado, 23 de abril de 2016

Entre nubes

Ese curioso y reconfortante sonido. Un vaivén de infinitas armonías, acompasado por el aleteo incesante de unas gaviotas arremolinadas al unísono. Mis ojos cerrados; el recuerdo a flote sobre la marea aletargada de pensamientos, atizada por virtud del amaderado elixir de un antiguo licor. La oscuridad fulminante de la noche; de todas maneras, ignorada por mis sentidos ante el destierro espontáneo al abandono de mi habitación. Notas volátiles que se esconden detrás de oscuras memorias.

Una boca. El recorrido fantasmagórico sobre un ombligo deslumbrante. Transito sutilmente, como un tibio reguero, el estrecho desvarío de las formas. Por una ruta inconcebible, encuentra la húmeda extensión de mi paladar, el fulgurante nido del estremecimiento. Un puente de dulces sensaciones me permite alcanzar los labios del regocijo. Una boca.

Abrir los ojos ante la soberbia, ante la realidad impertinente. Es inútil evadirse. Es absurdo rehuir. La escapatoria es un espejismo, al que crees aproximarte para comprobar que el final es el inicio del dolor. Atajar con todas las fuerzas una razón para respirar, y sin embargo negarse a tomar aire en medio del agotamiento del corazón. Una luz que se atenúa con el paso de los segundos; el tiempo se diluye al contemplarse en el renegrido espejo de la soledad.

Aprieto con mi mano izquierda la botella de champagne. Me he atado bien los cordones de los zapatos, aunque aun así lo vuelvo a comprobar antes de girar la llave de la puerta. Confirmo que voy olvidando mi música y mis audífonos; los encuentro en el cajón y salgo raudamente. Tres de la mañana. Me llama el mar. El vaivén de las olas requiere mi presencia. La oscilación de mis latidos exige mi partida. Voy rumbo a la playa, aunque en el fondo nunca sepa de verdad el destino al que me conduce mi intuición. Olvido por un segundo eterno mi futuro, y perdono por un instante fecundo mi pasado.

Las calles abandonadas. El alumbrado público difuminado por el espectral efecto de la neblina. El frío se ha desvanecido; la madrugada es abrigada, como si fuera el momento más propicio para la redención de las memorias trasegadas. El planeta quizás rota porque no soporta que el sol le contemple tan desvergonzadamente; en la claridad muestra lo sublime, mientras en el lado que aparta hacia la oscuridad desfoga su maledicencia. La oscuridad se revela más auténtica.

El mar me encuentra finalmente. Los zapatos y los calcetines están de más; los pies anhelan el roce gélido del agua salada. La luna no existe aquella noche. Un abigarrado espectáculo neblinoso y oscuro sublima mis sentidos. La música circula por mis oídos y estremece mis entrañas, deslumbra mis emociones, desencadena efluvios de placer a través de los intersticios de mi deseo. Me recuesto sobre la arena y destapo la botella. Me bebo del pico un par de sorbos dulces, y cierro los ojos rendido ante una extrema lucidez.

Sin quererlo, unos dedos extraños rozan los míos. Evito dejarme llevar por los miedos, y en cambio atajo la tibiez de su entrañable y suave textura. Abro ligeramente los ojos y la veo en silencio; los suyos cerrados, y una ligera sonrisa dibujada en su rostro. Un peculiar brillo me permite notar sus facciones en medio de la neblinosa oscuridad. La luna se ha aparecido de la nada y la ha iluminado. Es un hada. En el clímax delirante de mi enajenación, finalmente ella abre los ojos. Su sonrisa alcanza la plenitud. Por su nívea tez resbalan lágrimas inmaculadas.

El sol empieza a aparecer en el horizonte. La oscuridad empieza a tornarse púrpura. Ella no dejar que cese el roce de las yemas de sus dedos con las mías. Le brindo de mi champagne y se bebe dos profundos tragos, como si saciase una prolongada y misteriosa sed. El alba nos sonríe temprano. Me mira con la dulzura de sus pensamientos. Tomo uno de los extremos de mis audífonos; se lo paso y se lo pone en su pequeña oreja. Fluye la música en los dos. Me pasa su cigarrillo, le doy una pitada y se lo devuelvo. Cerramos los ojos; sonreímos.

«Entre nubes, voy».

sábado, 16 de abril de 2016

Intermedio



La lluvia arreciaba con insólita intensidad aquella tarde. Él se encontraba parado bajo el paraguas que sostenía con su mano izquierda, mientras con la derecha jugaba con el teléfono móvil. Había salido a tomarse un café y luego, en medio de un ataque de nostalgia, se había negado a volver a su departamento; prefirió en esos momentos la soledad de las multitudes que la de su desolador escritorio. Nunca imaginó que, de repente, empezara a llover y todos sus planes se trastocaran desastrosamente. Bueno, vamos, tampoco es que tenía grandes planes, como queda evidenciado; pero al menos pretendía evadirse de su penosa rutina diaria. 

En el pico del aguacero, con las gotas nublándole un poco la visión, pudo sin embargo notar del otro lado de la calle unos ojos inconfundibles. Al fijar un poco más la vista, enseguida también confirmó la indubitable silueta que se había grabado indeleblemente en su memoria. Al poco tiempo se pudo dar cuenta que también era el mismo caminar acelerado y ligeramente nervioso que bien recordaba, ese que se veía graciosamente atenuado por la cadencia barroca de unas notables caderas. Sus cabellos castaños, la pálida tonalidad de su piel, y la insolente prominencia de su afilada nariz. Igual. La vio en la vereda de enfrente, y al cabo de unos segundos, ella notó que la miraban; regresó a ver, y se encontró con él. Durante brevísimos instantes, que parecieron eternos, los dos se quedaron suspendidos en un extraño momento de total aterimiento, que trastocó sus espíritus y los condujo casi al unísono a sentirse frente a un abismo insalvable. 

Quizás por su carácter más despabilado, o a lo mejor por los remordimientos que aún cargaba a su espalda, de un momento a otro ella se echó a correr raudamente calle abajo. Él reaccionó primero con estupor, quedándose como un poste, gélido y absorto. Pero al poco tiempo comprendió que debía hacer algo, en parte por la necesidad de verle a la cara luego de tantos años; y en parte también por un legítimo temor a que se resbalara por correr tan descuidadamente sobre el empedrado, bajo la pertinaz lluvia. Así que la persiguió, y en muy poco tiempo se encontró ya muy cerca de ella. Le fue bastante fácil darle alcance, pues ella no solo que se fatigó pronto, sino que además lidiaba con la incomodidad de sus apretadas botas, y la pesadez de su abultado abrigo. Al verse ya prácticamente acorralada, se metió de improviso por la primera puerta que encontró. Él distinguió todo esto muy bien, y pronto se encontró también en el interior al que conducía aquella puerta. 

La oscuridad del lugar era desquiciante. No se podía ver absolutamente nada, y a primera vista no se podía percibir ni un mínimo resquicio de luz. Él quiso llamarla por su nombre, pero se contuvo pensando que eso podía asustarla aún más y provocar que se tropezara o lastimara, o que huyera. Estuvo un rato parado sin moverse, hasta que finalmente sus ojos se acostumbraron un poco a la oscuridad, y pudo al fin notar un ligero brillo hacia su costado derecho. Avanzó muy lentamente, dando pasos muy cortos y medidos, y con las manos por delante por si se cruzaba algo en su camino. Poco a poco se sintió un poco más habituado al ambiente oscuro del lugar. Ya con más confianza, y también un poco asustado de que la hubiera perdido o se le hubiera escapado, susurró su nombre. Dos o tres veces lo repitió, pero nada, ninguna respuesta. Volvió a insistir, subiendo un poco el tono de voz, pero nada. Entonces, repentinamente, sonó una estruendosa campanada. Aterrado ante el ruido, se agachó hasta casi tocar el piso, y luego empezó a arrastrarse como gateando. Así anduvo un par de metros hasta que su manó tocó algo que, al siguiente instante, emitió un ligero y contenido chillido de terror. Era ella sin duda, y le había provocado aquella reacción por haberle apretado suavemente la pierna. Alzó la vista y pudo confirmar, gracias a la mínima luz que emanaba desde lo alto, que en efecto se trataba de ella. 
  • -          No corras más, por favor-le dijo él.
  • -          Shhh… silencio… siéntate allí. No hagas ruido… mierda… ya no hay nada qué hacer, no podemos ahora solucionar esto, ya ha sonado la última campanada… siéntate, es muy tarde… que estúpido eres…
  • -          ¿Qué? ¿Que me siente? Ya me insultas, veo que no has perdido la confianza…
  • -          Ashhh… no ahora, cállate, por fa.
Al cabo de unos segundos, el juego de luces iluminó el escenario en donde se encontraban. Delante de ellos, el graderío abarrotado de público. Él movió la cabeza de aquí para allá, y pronto cayó en cuenta del gran entuerto en el que se encontraba. Ella estaba sentada en una silla hacia la derecha, y él en otra, equidistante; los dos así ubicados de frente al público, y con una ligera inclinación oblicua y cóncava, como para representar el ambiente de una sala de estar. En la parte posterior se extendía largo un telón de fondo absolutamente blanco. La escenografía era en extremo minimalista. Al terminar de entender todo, él quiso inmediatamente abandonar el lugar y desaparecer para siempre del mundo, pero ella le interrumpió y, con un tono de voz potente y trabajado, empezó con el que él imaginó era su diálogo.
  • -          Pues vaya manera de arruinar un monólogo. “Mono” y “logo”, palabra de una sola persona. No de dos, ni de tres, ni de cuatro. Pero vaya que no has dejado de ser insolente y petulante; has querido hacer de esto un diálogo nuevamente, cuando lo que estaba pactado era una conversación entre yo y… YO. ¡Qué hastío!
En un primer instante él no supo qué decir. Pero enseguida notó que ella estaba improvisando. Además, cayó en cuenta que ella estaba usando el momento para entablar una conversación de verdad con él, pues no solamente era cierto que había arruinado su monólogo, sino toda la obra en sí. De todos modos, a él le tranquilizó en algo saber que, al ser un monólogo, solamente participaría ella, por lo que no corría peligro de que de repente asomara algún otro personaje y se encontrara en una situación mucho más comprometida; o, aún peor, que la obra tuviera que interrumpirse para que un par de matones se encargaran de sacarle del recinto teatral. Ya un poco más en confianza, y habiéndose dado cuenta que no tenía más que mantener el diálogo que, de todas maneras, tenía planeado sostener con ella, aclaró bien la voz, la proyectó hacia el público -recordando un poco lo que ella mismo le había dicho años atrás al respecto- y respondió a sus palabras.
  • -          Pues ha sido tu culpa. Apenas haberme visto, has echado a correr como si fuese un asesino o un secuestrador.
  • -          ¡¿Ah, pero qué querías?! Vaya que sigues pensando que todo lo mío gira en torno a ti. Pensé que los años te harían cambiar, y me he equivocado. He tenido que correr para alcanzar y empezar la obra a tiempo. ¡No sé por qué pierdo el tiempo dándote explicaciones!
  • -          La que no ha cambiado nadita eres tú, que sigues atrasándote a las cosas importantes y se lo achacas a otros, a mí en este caso, para variar.
  • -          ¡Ah, pero qué descaro! Tú eras el que siempre llegaba tarde a todo, y te costaba esfuerzos sobrehumanos estar a tiempo en cualquier lugar. No me vengas a dar lecciones.
  • -          Pues mira que he llegado a tiempo a este monólogo.
  • -          Pues mira que ya no es monólogo, cabeza de chorlito.
  • -          Pues mira que de repente sacas frases cliché que nunca usas en tu vida.
  • -          Pues mira que estamos en una obra de teatro, en las que corresponde utilizar un lenguaje refinado y aquilatado, por respeto al público, ¡pendejo!
  • Entonces el público estalló en una carcajada incontenible, de la que a él le costó mucho no contagiarse. Le ayudó a contenerse el verla a ella a sus ojos y notar que nada de esto le causaba ninguna gracia, sino más bien irritación y agobio, aunque no sabría decir si era una expresión auténtica o tan solo una técnica para evitar reírse. Continuó él entonces.
  • -          Ah que bien, me encanta lo bien que tratas al público, se nota tu don de gentes, tu sapiencia lingüística, tu bagaje cultural.
  • -          ¡Pamplinas! No lograrás aturdirme con tus estratagemas baratas que ya me las conozco de memoria. Pero ya que insistes, no he llegado con lo justo por gusto, sino porque a la perezosa de la escenógrafa, que justo se le ocurrió enfermarse hoy, se le escapó el pequeño detalle de colgar el telón de fondo; así que me tocó ir corriendo a buscar algo, pero como vez no encontré nada y me tocó volver a trancas y barrancas.
  • -          Yo pensé que esa sábana blanca de atrás estaba ahí a propósito.
  • -          No, la trajo la directora que, apenas media hora antes de la obra, se acordó que tenía que venir; y, por alguna providencia del destino, se le ocurrió traer la sábana en la que hace poco yacía con su amante de ocasión. Así que, como vez, el telón de fondo está recién salidito del horno.
  • -          Creo que por ende ya ha presenciado una obra más interesante que la de ahora.
  • -          No te creas, antes de salir al escenario la directora me ha dicho que ha sido un muy mal polvo.
  • -          ¿Y si él estuviera en el público? ¿No te importa que se entere de eso a través de ti y no de ella?
  • -          Tontito. ¿Cómo puedes estar seguro que es un “él” y no una “ella”? Pero es que, además, no lo has notado aún: yo misma soy la directora de esta obra. Y aunque no se lo dije antes, tarde o temprano lo iba a saber.
  • -          Así que en realidad has llegado con lo justo por estar de Sodoma y Gomorra minutos antes de la obra, y te ha importado un pepino el público, al punto que encima has venido a colgar la sábana en la que has copulado con algún miserable.
  • -          Vaya que te ha dolido, ¿eh? Ya lo llamas miserable. E insistes en que es un macho alfa al que le cuelga algo al frente.
  • -          Bah, es una forma de hablar… pero ya, sí y qué, lo primero que me viene a la mente es que haya sido con un hombre, pero al final poco importa. En uno u otro caso te has burlado del público.
  • -          ¿Y de ti?
  • -          De mí no, tú yo no tenemos ya nada que ver.
  • -          ¿Entonces por qué estás tan indignado y acalorado? Debo reconocer que no has perdido tu sentido del humor, aunque siempre te fue difícil entender que tus mejores bromas han sido y son esas que nacen del ridículo que causan tus poses de hombre de bien, pulcro, irritado e indignado.
  • -          Anda, síguete burlando de mí, sigue. En el fondo sabes que has llegado tarde a la obra y, con las justas, has logrado empezarla a tiempo.
  • -          La obra era un monólogo, y tú la has arruinado.
  • -          Eso poco importa, tú has huido de mí. Y no me refiero (únicamente) a hoy.
  • -          Yo no hui, tú lo hiciste.
  • -          Ves las cosas gramaticalmente, exegéticamente, al pie de la letra. Tienes que entender el verbo “huir” en un sentido amplio y hasta metafísico. Entenderlo como un abstraerse de una realidad, en este caso espléndida y magnífica, por las estúpidas dudas sembradas por prejuicios y ruido absurdo de lo que uno debe y no debe hacer en la vida.
  • -          Esperabas demasiado, y aún sigues haciéndolo, de un “yo” que no era más que una simple y llana persona, común y corriente, que se dedicaba a su vida y a lo suyo, como cualquier otra. Eso que aspirabas era propio de sueños esquizofrénicos. El mundo es una migaja frente a todo el universo que nos rodea, por lo tanto, los seres humanos no somos más que unas nimias partículas que cumplen destinos insignificantes. Eso que anhelabas conmigo pretendía ser más poderoso que un hoyo negro, y yo no era ni soy tan ambiciosa ni tan grandilocuente.
  • -          Te subestimas, y en el fondo no lo haces. En realidad, estás justificando tu gigantesco ego a través de una falsa retórica con la que pretendes mostrarte humilde, cuando en el fondo al hacerlo estás justamente colocándote en una posición de superioridad moral en la que está justificado todo y nada.
  • -          Ni tú mismo te entiendes.
  • -          Sí, en realidad no me entiendo ni a mí mismo. Pero lo que te digo es más claro que la luz de la luna en una despejada noche de agosto. Si en realidad somos tan insignificantes e intrascendentes, entonces poco importa lo que hagamos o no en el mundo. No hay nada etéreo ni ideal que nos conduzca en la realidad, y por ende lo único que nos ata al mundo es la nada, el vacío total, el abandono absoluto. Siendo así, entonces, todo está justificado. Matar, robar, destruirle el corazón al prójimo.
  • -          Vaya que enseguida empiezas con tus cursilerías cuando ya tenías un punto. Deja de lado esas estupideces. Sigue con lo tuyo que ibas bien, pero no me lances puyas, que tú solito te rompiste el corazón.
  • -          Vaya… en fin, dejaré esa discusión para después.
  • -          No habrá después, así como no hay ni habrá tal discusión. Eso lo debes tener muy clarito. Siempre fuiste partidario de asumir responsabilidades, y recalcabas tu desprecio por cualquier paradigma paternalista. Asume entonces tu responsabilidad y no me vengas a echar la culpa de tus penurias.
  • -          Sería bueno que tomáramos un vino, porque, así como vamos, las puyas van a seguir yendo y viniendo.
  • -          Acá el vino no es tan barato como piensas.
  • -          Te has olvidado que no estamos en tu supuesta tierra, que no lo es en realidad, entérense ustedes.
  • -          Yo nunca he renegado de mis raíces; eres tú el acomplejado que crees que por buscar mi destino en otro lar he llegado a despreciar mi verdadero terruño.
  • -          Bueno bueno, ya está. Estamos en esta tierra donde el vino es baratísimo. Así que aquí tienes.
Entonces él se sacó un vino de no sé dónde, y sirvió dos copas que también aparecieron de la nada. Cruzaron la pierna casi al mismo tiempo, dijeron salud, y él empezó murmullando algo.
  • Te has conservado bien.
  • Ya vas.
  • Sí voy… te ves bien.
  • No has podido dejar de fijarte en mi cuerpo, vaya.
  • No soy hipócrita, es todo. A poco tú tampoco te has fijado en el mío.
  • Ja ja ja vaya que ha crecido tu ego.
  • No es eso, estoy diciéndote la verdad nada más. Te cuesta admitir que aún me encuentras atractivo, y a mí no admitir que yo a ti sí.
  • ¿Así que me encuentras atractiva? Supongo que esperas que te dé las gracias.
  •  No. Solo te lo comentaba porque sentí la necesidad de decirlo.
  • Si lo dices es con algún propósito ulterior. Seguramente estás tanteando la posibilidad de llevarme a la cama, en el evento de que no puedas lograr nada más conmigo. Buen intento.
  •  Usas el ataque como tu mejor defensa, y eso revela que ocultas lo que verdaderamente piensas sobre mí en estos momentos.
  • Acabé de acostarme con alguien hace minutos, no voy a pensar de nuevo en acostarme con otra persona inmediatamente, menos aún contigo.
  •  No veo porque lo uno puede ser óbice para lo otro. Además, tú mismo has dicho que fue un mal polvo.
  • ¿O sea que un mal polvo se cura con uno bueno? También tuve muy malos polvos contigo, eh.
  • Ahí vas de nuevo. Debiste decirlo en su momento, ahora no tiene ningún sentido porque ha pasado tanto tiempo de aquello que muy difícilmente puedes tener ya una idea fidedigna de esas vivencias.
  • Aunque pasen siglos, uno siempre se puede acordar si algo fue bueno o malo.
  • ¿A ver, entonces, dime, cuáles fueron los malos polvos? ¿O todos fueron malos?
  • El primero, fue desastroso.
  •  Pero por favor, ¿a tanto vamos a llegar?
  •  Te lo concedo, no sé porque estoy tan agresiva.
  • Yo ya te dije el porqué.
  • No estoy ocultando mis verdaderos sentimientos…
  •  ¿Qué sientes por mí entonces?
  •  No sé… no sé qué siento por ti… no te he visto en mucho tiempo…
  • ¿Sientes todo y nada?
  •  No me vas a arrancar nada ahora, no sé qué siento, y punto. Te veo y no sé qué siento, te escucho y no lo sé. Así de sencillo, no busques complicar más de la cuenta las cosas.
  •  ¿Por qué huiste?
  • ¿No estamos todos constantemente huyendo de algo?
  • Aunque pareciera que aceptas que lo hiciste, no respondes el porqué.
  • ¡Qué afán tienes de siempre saber el porqué de las cosas! Muchas veces no hay explicación posible, las cosas pasan porque tienen que pasar, y punto. Entiendo que estemos por la vida buscándole el significado a cada cosa, pero qué si ese significado ya está ahí y no somos capaces de aprehenderlo con las limitadas capacidades que tenemos.
  • Yo tampoco he podido explicármelo… Puede que tengas razón.
  •  Déjame acabarme el vino.
  •  Puedo retirarme ya y dejar que sigas con tu monólogo.
  • No sería mala idea.
  • Entonces me retiro.
  • Está bien.
  •  Chao.
  •  
  •  
  • Aguarda… quédate un rato más.
(Intermedio).

domingo, 10 de abril de 2016

Irse

El sol era demasiado brillante. Más que el sol, eran las nubes, demasiado blancas, que reflejaban la luz solar con exasperante brillantez. Apenas sí podía mantener abiertos los ojos, y por el esfuerzo sentía como fruncía el ceño exageradamente. Inútilmente ubicaba mi mano como visera sobre mi frente, para tratar de aplacar la irritación que sentía. Un imponente acantilado se enfrentaba a mi presencia. Era un abismo claro y límpido, repleto de enormes rocas en su base, contra las que chocaban las incontenibles olas del mar; se generaba así, en el fondo, una espléndida espuma blanca que recordaba los bordes acaramelados de la torta de matrimonio de mi hermana.

El sonido de las olas era magnífico. No tenía nada más que cerrar los ojos para transportarme hasta la profundidad de la nada y evadirme así de la absurda pesadez del todo. A mi lado, tomando mi mano, la gran y primigenia hacedora de mi destino. Aquel ser maravilloso que me tuvo en su vientre durante los meses más cálidos y fabulosos de mi existencia; la primera imagen que mis ojos contemplaron, y la memoria más intangible que mis recuerdos atesorarían para la eternidad. Sus brillantes ojos azules estaban cerrados, y por debajo de sus párpados corrían irrefrenables lágrimas. De mis ojos también brotaba el llanto, aunque más contenido, o quizás más agotado.

Una lejana mañana floreciente, el aroma del pan caliente me había despertado el hambre. Me encontraba recostado terminando una de las Ficciones de Borges, cuando comprendí que era hora de alistarme para salir al trabajo. Escuché desde la cocina la voz de mi hermana; al parecer discutía algo con mi madre. Cuando me senté para desayunar, sonreían con total autenticidad, lo que me tranquilizó. Probé el pan y resultó tan o más delicioso de lo que su aroma prometía. Caí en un repentino embelesamiento: es que el café cargadito, el pancito suave y caliente, y los huevos revueltos en su punto.

En cierta noche del pasado cercano, empecé a temblar. No recuerdo si desperté de una pesadilla, o si no había podido conciliar el sueño y había caído en una especie de letargo indefinible, un trance de esos en los cuales resulta imposible saber a ciencia cierta si se está medio despierto, medio dormido, o medio muerto. La cosa es que de repente temblaba. Miré al techo y lo veía exactamente igual que siempre. Quise tornar un poco la mirada, pero no pude. Quise respirar con más tranquilidad, pero fue inútil. Quise abrazar a mi ser amado, pero no existía. Entonces comprendí que estaba solo.

Existe una tierra donde hay mariposas con cabeza de unicornio. Es decir, son seres minúsculos que vuelan, y cuyas alas pueden adquirir los colores más variopintos. Sin embargo, tienen la cabeza como la de un pony, y les adorna un cuerno de cristal transparente y gelatinoso. Dichos seres son inofensivos, al menos con los que nos hacemos llamar humanos, porque vaya a saber si son unos predadores fulminantes con otros bichos. En esa tierra me encontré una vez, y precisamente se posaron sobre mis hombros decenas de dichas mariposas. Intenté descifrar los ruidos que hacían, pero eran ininteligibles. Anhelé permanecer mucho más tiempo en aquel mundo, pero de un momento a otro aparecí sentado en un restaurante esperando el plato del almuerzo. El sitio estaba lleno, y el ruido de las conversaciones se manifestaba como un incesante zumbido que aturdía mis oídos. Miré por aquí y por allá: el señor de la corbata azul, la mujer del peinado feo, la niña del vestido rosa, los hermanos peleándose por boberías, y la dulce muchacha de lentes y suéter colorido. Busqué su mirada, la de la dulce muchacha, hasta que la encontré. Por milésimas de segundo nos vimos, hasta que finalmente tornó su mirada y continuó en lo suyo. Me encontré entonces de camino a casa, observando el interminable correteo de la masa, y sufriendo en silencio su bullicio.

Te quedas en medio de una conversación que no te interesa en lo más mínimo. Pretendes interesarte, haces algún comentario suelto, te ríes por seguir la corriente. Caminas por la calle solo, y te imaginas acompañado. Caminas con compañía, y te imaginas en la comodidad de tu sillón, escuchando la música que más te llena, llorando de gusto por el placer de las melodías. Un buen libro y un café en su punto, junto al amor de tu vida, los dos en silencio, leyendo; a ratos rozan los dedos de sus pies, a ratos se ríen sin razón, a ratos se miran con pasión. A ratos hacen el amor, y a ratos amanecen con un beso. Te imaginas todo ello, y luego duermes. Te despiertas temblando. No sabes si estás medio despierto, medio dormido, o medio muerto.

Me miró finalmente con sus ojos azules y me sonrió. Los dos lloramos al unísono. Nos abrazamos. Habíamos comprendido que vivíamos el uno para el otro, habíamos comprendido que éramos nuestra razón de vivir. Así que juntos, tomados de la mano, saltamos al acantilado.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Fue

El pesado aroma salino del puerto mediterráneo era ya ampliamente perceptible entre las estrechas callejuelas de la ciudad fenicia. El tempranero brote primaveral atizaba la ya de por sí etérea e invisible manifestación de los reflujos marinos. El cielo lucía incólumemente azul, y pacientemente pintarrajeado con unos suaves trazos de blanquecino pastel, que adquirían formas de un esplendor tan solo apreciable por los espíritus más inocentes. Mi mirada se hallaba posada en el ir y venir de los desgastados dedos de un guitarrista árabe, que había llegado hace muchísimos años a tierras andaluzas, y que pronto había alcanzado la fama como uno de los mejores en el requinto flamenco. Sus días de gloria, sin embargo, hace poco habían terminado, y ahora dedicaba sus ratos libres a complacer a los turistas -la mayoría de ellos absolutamente incapaces de apreciar su talento, pero lo suficientemente esnobistas como para sacarle fotografías y cruzarle unos pocos pesos- con sus maravillosos arpegios. Me conocía ya de varios meses, por la costumbre mía de pasar siempre por la callejuela donde solía instalarse. En una ocasión, cuando uno de los cuatro aguaceros que caen al año en la ciudad nos sorprendió desprevenidos, juntos nos acomodamos sentados bajo un breve tejado a guarecernos de las aguas. Por alguna incuestionable casualidad, justamente venía yo de comprar un whisky de esos de etiqueta, pero ni tan barato ni tan caro. Con el espectáculo del alboroto de transeúntes enloquecidos corriendo de un lado a otro frente a nosotros, decidimos acabarnos ahí mismo toda la botella, al ritmo de sus impecables notas y de mi espantosa voz. Las últimas gotas de lluvia nos encontraron ebrios, y riéndonos como dos niños. Como la noche ya empezaba a caer, nos despedimos con un abrazo sincero de borrachos; y al alzarle mi mano a la distancia, claramente recuerdo que me dijo, “cuando ‘ella’ cruce por esta calle, yo estaré tocando tu canción, palabra”. Dicha frase se quedó incrustada en el fondo de mi pensamiento, como un recuerdo escondido. Sin embargo, no dejaba de ser más absurda que enigmática, pues lejos estaba yo de tener una “ella” en esas épocas. Por eso supuse que fue nada más que un último resoplo de la algarabía embriagante que habíamos vivido durante la hora previa.

Entonces estaba ahí contemplándolo y recordando un poco todas las vivencias de aquellos meses, desde que había llegado a la ciudad. Se me escurrieron sin querer un par de lágrimas ante la evidencia del adiós, ante la infausta certeza de la partida. Y, sin embargo, aún estaba lejana, aún me quedaba un buen tiempo más allí, pero ya sentía la inminencia del desprendimiento, de la despedida. Meditándolo un poco, creo que quizás era más bien la sensación de vacío, de inconformidad, de insatisfacción por lo nunca acontecido; o quizás un breve brote de temor por la muerte. Es que uno muchas veces se pasa temporadas eternas esperando el suceso magnífico que cambiará el curso de la historia, aquel hecho inolvidable que doblará las campanas y nos aventurará hacia nuevas realidades. Pero el futuro al final termina siendo nada más que una proyección de un presente idealizado, pero de por sí ya frustrado; porque en definitiva, en las solitarias noches de nostalgia y reflexión, uno se ve a uno mismo en un ahora ficticio, pero que por las oscuras estratagemas de la esperanza, termina pareciéndonos un futuro posible. Eso nunca es así, ya que las expectativas siempre superan, y por mucho, las posibilidades. Entonces se cae en el juego tramposo de, o bien ponerse expectativas lo suficientemente amplias como para que lo alcanzable sea lo más ancho posible, o bien suficientemente estrechas como para no sobreilusionarse con futuros improbables. Cualquiera de los dos escenarios lleva en todo caso siempre a la depresión.

Volviendo a lo anterior, le sonreí y le hice una mueca de saludo, a la que él respondió con un casi imperceptible guiño de ojo. Caminé entonces rumbo a la playa, con el sol a mi costado escondiéndose detrás de los edificios, y con el par de lágrimas secas sobre mis mejillas. Miré hacia el cielo para asegurarme que no habría peligro de lluvias, en el instante preciso en que una gota aleatoria se aproximaba hacía mí; cayó sobre mi frente, casi justo en mitad de mis ojos. Me provocó una extraña frescura que se expandió por todo mi cuerpo. No me quedó más remedio que sonreír e imaginar que alguna nube quiso mandarme un saludo de cortesía. Volví mi mirada hacia el frente, aún un poco nublada, y de repente empecé a divisar una silueta familiar. Conforme las gotas se multiplicaban a mi alrededor, comencé a notar cada vez más los rasgos precisos de la personificación tantas veces anhelada de “ella”. Es que he mentido. Es que he abusado de las palabras para negar la verdad. Mi buen amigo el guitarrista no lo sabía, pues no se lo había contado, pero quizás lo había adivinado en mi mirada, en mi voz, en mi aura; no me sorprendería, ya que se trataba no solo de un profundo conocedor del espíritu humano, sino también de un alma imperecederamente sensible, a lo que habría que sumar sus ya abultados años de experiencia. Lo cierto es que ella apareció, porque ella sí existía. Entonces, conforme me iba empapando, sus inolvidables rizos dorados, en los que me podría perder para el resto de mis días, se iban marcando cada vez más en el espacio. Sus ojos claros y brillantes, en los que una tarde de algún mayo, durante unos segundos, fui acogido y rescatado del olvido, se dibujaban con inaudita perfección. Varias gotas traviesas ya se paseaban por las comisuras de sus invariables labios rosados, esos que casi siempre enmarcaban una extraña mueca que anhelé desdibujar con los míos desde que los vi por vez primera. Y asomó también su nariz, apenas fina y redondeada, en la que soñé innumerables ocasiones recorrer con la mía para abrirme paso y volar hasta encontrar su boca. Sonreía mientras se acercaba a mí. Se le escapaban algunas lágrimas, igual que a mí. Todo mi ser insistía en que aquellos instantes fueran eternos, que nunca terminaran, que permanecieran suspendidos en el tiempo. Su caminar pausado y homogéneo, el delicado zigzagueo de sus caderas; su vieja chompa de cuero y su eterna bufanda dorada. Era ella.

Llevaba la cuenta de cuatro aguaceros ese año, por lo que el cupo ya estaba cumplido. Un quinto resultaba inusual. Pero precisamente en el quinto aguacero de aquel año, mi amigo el guitarrista flamenco, ya más andaluz que árabe, o quizás por ello mismo tan lo uno como lo otro, tocó mi canción. La abracé, la miré a los ojos, nos tomamos de las manos, lloramos en un abrazo incandescente, y supimos que todo valió la pena; que valió la pena toda una vida, para tan solo encontrarnos esa vez. Y así, finalmente fuimos, lejos de la muerte.

viernes, 19 de febrero de 2016

Simultaneidad

Aquella vez te encontré contemplando un gato gris a la distancia. Unos minutos antes ya te había visto afuera de tu departamento, en la vereda, frente a la calle, arrimada a la puerta negra de metal que no he borrado de mi memoria. Fumabas con desgano uno de esos cigarrillos cuyo aroma me producía dolores de cabeza, algo que tú muy bien sabías. Tu mirada parecía perdida, como si hubieras estado oteando un horizonte de brillantes y fantásticas constelaciones, uno que para tu desgracia -o quizás contento- solo tú y nadie más podía ver. Sin embargo, conforme me fui acercando, pude pronto darme cuenta que en realidad no tenías fija tu mirada en algo sobrenatural, sino en aquel gato pusilánime.

Es que a mí la verdad en un inicio me pareció un felino cualquiera, sin ninguna gracia especial, sin ningún atributo fantástico, sin ninguna magia. Y mira que eso para mí es mucho decir, pues yo mismo te he manifestado en innumerables ocasiones, con distintas palabras y metáforas, que para mí los gatos son seres nebulosos y trans-dimensionales, que simultáneamente habitaban varios mundos y, por ello, capaces de mantener una irreverente perspicacia que muchos humanos rasos envidiamos con todas nuestras fuerzas. Tú siempre tomabas esas explicaciones como una superflua estratagema para llamar tu atención, o en el mejor de los casos, como un mal chiste. Pero ahí estabas esa vez, observando ese gato como hubiera querido yo que me observes la primera vez que nos vimos; vaya que me hubiera ahorrado tantos dilemas y esfuerzos inútiles.

Como quise analizar esa escena a profundidad, me escondí de costado detrás de un poste de luz, y contemplé desde allí todo lo que pude. En un principio me resultó francamente imposible concentrarme, ya que lucías impecable: con tus rizos castaños, y tu extraña e insólita mirada de estricto y solemne compungimiento; con esos curiosos rubores rosados en tus mejillas; con tu vieja bufanda dorada; con tu presencia impoluta a pesar del añejamiento de tus ropas; y con esa mueca característica de tu boca, siempre notoria en todas tus fotos. Cada que te veía, a pesar de los años y las distancias transcurridas, me quedaba embelesado, como un niño que por primera vez prueba un helado y no quiere que se acabe nunca, aunque con cada lamida de hecho contribuya inexorablemente a su fin.

Así estuve yo durante varios minutos, o quizás siglos de algún otro universo, hasta que finalmente recordé la razón por la que estaba allí, y me fijé nuevamente en aquel extraño felino. Mas, por algún indescifrable encantamiento, aquella criatura de repente me dejó de parecer nimia y medrosa; de repente, me empezó a parecer inquietante y poderosa, milenaria y sobrecogedora, curiosa y eterna. Por ese extraño encantamiento por el que posiblemente tu mirada también se centró tan fecundamente en él, en ese instante yo también caía adormecido y conquistado por la presencia de aquel gris gato.

Estaba sin remedio ahí, como atrapado en un sueño soporífero, como si lo que vieran mis ojos estuviera enmarcado en una fantasmagórica neblina, en una cuadrícula vaporosa; como si de una fotografía difuminada se tratase. Observé como el gato caminaba a pasos excesivamente lentos y descuidados, sin refinamiento, sin elegancia; una cadencia impropia para un animal que presumía sagaz, ágil y atlético. Pero ese irreverente micifuz no podía dejar de generarme una extraña sensación de desasosiego y necesidad, de atracción desmedida y temor incontrolable; como si estuviera espiando y casi tocando al objeto más deseado que, al mismo tiempo, era de por sí el más inalcanzable.

Sin embargo, de la nada, de un instante a otro, sus profundos y temibles ojos bicolores, turquesa y verde fosforescente, se posaron sobre los míos con aguda temeridad. El felino tenía una mirada fulminante, un espectro desquiciante, una presencia exasperante. Luché con todas mis fuerzas para no dejar caer mi mirada, para no tornar los ojos ni lucir extraviado, como en efecto estaba. El gato continuó contemplándome a la distancia, y presentía con toda fuerza como me aniquilaba con sus pensamientos, como me tenía por un papanatas, por un ser desdichado y vacuo. Fue entonces que me di cuenta del infortunio en el que me encontraba, o mejor dicho en el vil conjuro en el que había caído más por inercia que por otra cosa. Como una gota helada y terrorífica de esas que le cae a uno en el cuello en el momento menos esperado, intuí lo que estaba ocurriendo, y torné enseguida mi mirada hacia el poste de luz en el que debía estar yo escondido. Y en efecto, me encontré a mí mismo de costado, con la mirada en mi dirección, pero oscurecido por la tímida sombra que generaba el poste.

Como ves, ya no era más yo, sino que era tú. Y la verdad, no sé si tú fuiste yo en esos instantes, o compartimos en esos segundos la misma corporeidad. Pero lo más tenebroso fue que precisamente no fue solamente corporeidad, pues pude ir más allá. Me sentí tú, en todo el tamaño de la palabra; fui tú por unos instantes, fui tú y sentí lo que tú sientes, y percibí lo que tú percibes, y olí lo que hueles; y me encontré con tu corazón latiendo dentro de mí, o quizás a mí latiendo dentro de tu corazón, o quizás a nuestros corazones al unísono latiendo al mismo tiempo, en la misma sinfonía, con la misma orquesta, en el mismo escenario, y con el mismo público. Entonces me aterré, porque pronto me di cuenta que tenía un poder devastador: podía saber lo que de verdad sentías.

Pero no. Sabemos bien, tú y yo, que estas cosas no son unívocas. Sabemos bien, tú y yo, que estas cosas no son homogéneas. Sabemos bien, tú y yo, muy bien, para bien y para mal, mucho más que bien, que estamos llenos de equívocos y ambigüedades. Así que cuando miré con toda mi fuerza y sin ningún escrúpulo hacia mi dirección, justo detrás del poste en donde me encontraba, y justo a los ojos que pretendía esconder en las sombras, no encontré nada más que esa simbiosis absurda de emociones, tan intensas ellas, tan incólumes ellas, que en la confrontación permanente en la que se hallan, terminan por anularse.

Traté de encontrar al gato con mi mirada, pero ya no estaba más. Te traté de encontrar a ti, y ahí estabas, pisando ya con tu bota derecha el cigarrillo, y sonriéndome con sincera pero bien trabajada empatía. Recordé entonces lo que había sentido cuando las direcciones de nuestras miradas estaban intercambiadas, y comprendí que no estabas tan cerca como deseaba, ni tan lejos como pensaba.

Así que, como el niño ese del helado, fijé mis ojos en los tuyos, y te encontré.

Pero tú, si llegas a encontrar a aquel contumaz micifuz, míralo a los ojos; sólo ahí me encontrarás.