domingo, 10 de abril de 2016

Irse

El sol era demasiado brillante. Más que el sol, eran las nubes, demasiado blancas, que reflejaban la luz solar con exasperante brillantez. Apenas sí podía mantener abiertos los ojos, y por el esfuerzo sentía como fruncía el ceño exageradamente. Inútilmente ubicaba mi mano como visera sobre mi frente, para tratar de aplacar la irritación que sentía. Un imponente acantilado se enfrentaba a mi presencia. Era un abismo claro y límpido, repleto de enormes rocas en su base, contra las que chocaban las incontenibles olas del mar; se generaba así, en el fondo, una espléndida espuma blanca que recordaba los bordes acaramelados de la torta de matrimonio de mi hermana.

El sonido de las olas era magnífico. No tenía nada más que cerrar los ojos para transportarme hasta la profundidad de la nada y evadirme así de la absurda pesadez del todo. A mi lado, tomando mi mano, la gran y primigenia hacedora de mi destino. Aquel ser maravilloso que me tuvo en su vientre durante los meses más cálidos y fabulosos de mi existencia; la primera imagen que mis ojos contemplaron, y la memoria más intangible que mis recuerdos atesorarían para la eternidad. Sus brillantes ojos azules estaban cerrados, y por debajo de sus párpados corrían irrefrenables lágrimas. De mis ojos también brotaba el llanto, aunque más contenido, o quizás más agotado.

Una lejana mañana floreciente, el aroma del pan caliente me había despertado el hambre. Me encontraba recostado terminando una de las Ficciones de Borges, cuando comprendí que era hora de alistarme para salir al trabajo. Escuché desde la cocina la voz de mi hermana; al parecer discutía algo con mi madre. Cuando me senté para desayunar, sonreían con total autenticidad, lo que me tranquilizó. Probé el pan y resultó tan o más delicioso de lo que su aroma prometía. Caí en un repentino embelesamiento: es que el café cargadito, el pancito suave y caliente, y los huevos revueltos en su punto.

En cierta noche del pasado cercano, empecé a temblar. No recuerdo si desperté de una pesadilla, o si no había podido conciliar el sueño y había caído en una especie de letargo indefinible, un trance de esos en los cuales resulta imposible saber a ciencia cierta si se está medio despierto, medio dormido, o medio muerto. La cosa es que de repente temblaba. Miré al techo y lo veía exactamente igual que siempre. Quise tornar un poco la mirada, pero no pude. Quise respirar con más tranquilidad, pero fue inútil. Quise abrazar a mi ser amado, pero no existía. Entonces comprendí que estaba solo.

Existe una tierra donde hay mariposas con cabeza de unicornio. Es decir, son seres minúsculos que vuelan, y cuyas alas pueden adquirir los colores más variopintos. Sin embargo, tienen la cabeza como la de un pony, y les adorna un cuerno de cristal transparente y gelatinoso. Dichos seres son inofensivos, al menos con los que nos hacemos llamar humanos, porque vaya a saber si son unos predadores fulminantes con otros bichos. En esa tierra me encontré una vez, y precisamente se posaron sobre mis hombros decenas de dichas mariposas. Intenté descifrar los ruidos que hacían, pero eran ininteligibles. Anhelé permanecer mucho más tiempo en aquel mundo, pero de un momento a otro aparecí sentado en un restaurante esperando el plato del almuerzo. El sitio estaba lleno, y el ruido de las conversaciones se manifestaba como un incesante zumbido que aturdía mis oídos. Miré por aquí y por allá: el señor de la corbata azul, la mujer del peinado feo, la niña del vestido rosa, los hermanos peleándose por boberías, y la dulce muchacha de lentes y suéter colorido. Busqué su mirada, la de la dulce muchacha, hasta que la encontré. Por milésimas de segundo nos vimos, hasta que finalmente tornó su mirada y continuó en lo suyo. Me encontré entonces de camino a casa, observando el interminable correteo de la masa, y sufriendo en silencio su bullicio.

Te quedas en medio de una conversación que no te interesa en lo más mínimo. Pretendes interesarte, haces algún comentario suelto, te ríes por seguir la corriente. Caminas por la calle solo, y te imaginas acompañado. Caminas con compañía, y te imaginas en la comodidad de tu sillón, escuchando la música que más te llena, llorando de gusto por el placer de las melodías. Un buen libro y un café en su punto, junto al amor de tu vida, los dos en silencio, leyendo; a ratos rozan los dedos de sus pies, a ratos se ríen sin razón, a ratos se miran con pasión. A ratos hacen el amor, y a ratos amanecen con un beso. Te imaginas todo ello, y luego duermes. Te despiertas temblando. No sabes si estás medio despierto, medio dormido, o medio muerto.

Me miró finalmente con sus ojos azules y me sonrió. Los dos lloramos al unísono. Nos abrazamos. Habíamos comprendido que vivíamos el uno para el otro, habíamos comprendido que éramos nuestra razón de vivir. Así que juntos, tomados de la mano, saltamos al acantilado.

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