sábado, 6 de diciembre de 2008

Sueño



Se despertó ya muy tarde, bien entrada la noche y con ansiedad; miró al techo, contempló la nada por un par de minutos y se incorporó. Mientras trataba de remediar las greñas originadas por la lucha con su almohada y de sentir que había en ella menos pelo que el dejado ayer, aún a oscuras, tomó un abrigo negro, ya con signos evidentes de ancianidad -dado que en ciertas cosas han transcurrido más largamente las vidas de nuestras almas, se decía siempre-, y salió de su casa, con los ojos lagrimosos.

Salió a la calle, lo encontró una leve llovizna que le impedía mantener los ojos lo suficientemente abiertos como para no sentir la melancolía de sus párpados. Anduvo por la calle vacía, lo que en cierta medida era una situación no despreciable dado que incluso un gato al acecho de alguna aventura nocturna que por allí merodeaba lo miró con extrañeza. Bajó por la cuadra siguiente y se detuvo un instante a mirar al cielo, mientras las gotas le picaban el rostro con incesable algarabía.

Decidió continuar su caminata, y llegó hasta la plaza esquinera, una especie de parque más parecido a un parterre central redondo con bancas y una muy pequeñísima pero no por ello poco antiestética enmohecida e inservible pileta. Hasta allí se dirigió como un autómata, solo por la inercia de caminar por rutas inciertas. Miró al fondo del bebedero, y no encontró más que lechosas babosas luminosas, dejando viscosos rastros sobre las monedas que alguna vez, por algún enamorado incomprendido -quizá él mismo se dijo-, fueron lanzadas augurando dichas nunca alcanzadas, antes quizá extraviadas, o saqueadas, como muchas monedas ya no presentes.

Se sentó un momento, y miró a las estrellas. La noche era oscura, la ciudad apagada, brillosas en la eternidad las estelas incesables de los cometas y los astros, transfigurando un cielo melancólico, en melodías de una diva inescrutable. Se volvió a interrogar, nada más que una pregunta de aquellas que se hacen cuando miramos una hormiga y nace el sentimiento de pequeñez, que seguramente Plutón -de hecho ya degradado nuevamente- sería el hijo despreciado por el Sol, oscuro, lejano y pequeño, sin gracia ni anhelo, olvidado por su padre y sin amores que relatar; y, ¿no será ese, finalmente, al cabo de un millón de años, la suerte de esta Tierra? No es que acaso el Sol, hermafrodita incomprendido, pare cada cierto tiempo, un nuevo planeta, ansioso de que cumpla su misión, dándole su adolescencia en el tercer ciclo, y siempre defraudado, ahora quizá con más razón, y por eso ya decidido a dejarse morir.

Una luz apareció de la nada, cuando en estas importantes cuestiones se hallaba; una tenue pero persistente y hasta molesta luminosidad azulada llegaba desde algún sitio no definido. Aumentaba cada vez más, y su calor ya lo abrazaba con suma violencia, como queriendo incinerarlo, hasta un punto en que sintió su cuerpo derretirse, desparecer, invisible. Ya no se veía, no era más materia, era algo, pero no era nada, no se veía, pero se sentía, no sentía su cuerpo, pero algo sabía que había ahí, y era él, o quizá ya no podía saber si era él, o sea, podía acaso ser él, o ella, o qué, ¿qué era entonces? Indefinible, llegó hasta un punto en que la luz se tornaba blanquecina, hasta un poco dorada.

Se acercó y percibió que pensamientos incesantes inundaban su mente, o le inundaban, pues ya no podía saber si tenía mente; pero no eran ideas suyas, no era algo que naciera de él, era como si se los pusieran justo en el momento previo a que las adivinara, como cuando el profesor hace una pregunta sabiendo de antemano que nadie contestará, pero alguno se ilumina de la nada, respondiendo solo por intuición, a tal punto que lo que en principio fue orgullo, terminó en humillación cuando se le requirió la explicación. Por fin comprendió que no eran pensamientos suyos, ni de su consciencia -si es que, se volvía a preguntar él mismo y yo aquí lo repito, se podía aún utilizar términos descriptivos propios de seres de carne y hueso- eran ideas que le ponía alguien, o algo en sus ideas.

Se que una vez no quisiste verla, y todos los días te aparecía, incluso en ascensores solitarios- eran frases que a su mente translucían. Si, es verdad, pero eso que tiene que ver ahora, porque viene esto a mi- esta idea ni siquiera la estructuró así, las respuestas venían automáticamente, no había un diálogo como se lo concibe normalmente, pero algo hay que hacer para entender, y no hay más que escribirlo como lo entendería un ser humano:






-Eso aun te atormenta.
-No es “eso”, eso es “parte de eso”.
-Quizá tú lo ves así, pero quizá esa “parte” sea el “todo”; o ese “todo”, viene explicado en su completitud por la “parte”.
-¿A qué quieres llegar?
-Pides morir cada noche, sabes que no eres tan valiente para hacerlo tú mismo, y pides no despertar, pero siempre despiertas.
-No me voy a sorprender con tus adivinanzas, ya todo esto de estar así sin saber que mismo soy es suficiente para darme cuenta; pues es cierto, pero no me respondes.
-Lo uno no tiene relación con lo otro… ¿?
-Ya te lo dije antes.
-Si la pudieras…
-Si, la pregunta está demás, visto lo que sabes de mí.
-Aquí veo todo cuando se puede ver, no ocultas nada, está ahí, todo, y tú también podrás ser capaz de ver lo que quieras ver.
-Cuando tenía carne y huesos me di cuenta que hay cosas que sería mejor no ver.
-Por eso no he visto todo, y por eso te pregunto algunas cosas, para que tú las acomodes mejor.
-Lo más horrible de mi está a la vista, no es para espantarse.
-Quizá lo más horrible no es eso que tú crees, quizá….
-La soledad, si, no lo había pensado antes, pero…
-Tú la elegiste.
-Ella me eligió, yo no elegí lo que puede ser elegible; cuando uno es niño (allá en el mundo) las únicas elecciones son las que tus padres te presentan, helado o chocolate, pan o cereal, y no conoces todavía las papas fritas o el yogurt; y además, yo no puedo elegir cereal, si nunca aprendí a comerlo…
-Puedes aprender.
-Hay cosas que uno no quiere aprender, o para las que no está preparado; como si me dicen quieres aprender a comer fuego…
-Y si no aprenderlas implica tu infelicidad.
-El problema es que esa decisión ya está dada, ya hay cosas que no cambian.
-¿Esperas algún día que llegué… … … no me dices nada…
-No hay nada que decir, mi esperanza nunca desaparecerá, pero mi razón ya me dio las respuestas.
-Eso que tú llamas “razón”, es en verdad lo más oscuro de ti.
-Esa, así sea gris, es mi fortaleza.
-Es tu prisión, te sientes seguro adentro de ella de los peligros de afuera, pero no te puedes librar de los tormentos de adentro.
-No puedo elegir algo distinto, mis experiencias no las escogí y la forma de asimilaras tampoco.
-Vas a seguir pidiendo el mismo deseo.
-Si lo haré, porque tengo la esperanza cierta de que se cumplirá, a todos les llega.
-¿Y si ya te llegó?
-No me ha llegado, porque no habría razón para esta conversación.
-Te equivocas, quizá tienes otra oportunidad.
-Mi oportunidad ya se terminó, estaré condenado a repetirla; nadie da "las" oportunidades…
-¿Si tuvieras que escoger entre volver y quedarte en esta luz, qué harías?
-En esta luz, no he perdido la consciencia de mi desolación, no tengo ventaja alguna aquí; si vuelvo, al menos mi cuerpo podrá satisfacerse.
-Tu cuerpo te destruirá a la larga.
-Quizá eso espero.
-Vas a volver, no hay otra salida a fin de cuentas, pero nada cambiará, si eso es lo que esa luz ahí que salió por donde estás quiere decir.
-No se puede controlar el espíritu de la esperanza.
-Adiós.



Y despertó sentado, en una pileta mohosa, agonizante, como él.