sábado, 23 de abril de 2016

Entre nubes

Ese curioso y reconfortante sonido. Un vaivén de infinitas armonías, acompasado por el aleteo incesante de unas gaviotas arremolinadas al unísono. Mis ojos cerrados; el recuerdo a flote sobre la marea aletargada de pensamientos, atizada por virtud del amaderado elixir de un antiguo licor. La oscuridad fulminante de la noche; de todas maneras, ignorada por mis sentidos ante el destierro espontáneo al abandono de mi habitación. Notas volátiles que se esconden detrás de oscuras memorias.

Una boca. El recorrido fantasmagórico sobre un ombligo deslumbrante. Transito sutilmente, como un tibio reguero, el estrecho desvarío de las formas. Por una ruta inconcebible, encuentra la húmeda extensión de mi paladar, el fulgurante nido del estremecimiento. Un puente de dulces sensaciones me permite alcanzar los labios del regocijo. Una boca.

Abrir los ojos ante la soberbia, ante la realidad impertinente. Es inútil evadirse. Es absurdo rehuir. La escapatoria es un espejismo, al que crees aproximarte para comprobar que el final es el inicio del dolor. Atajar con todas las fuerzas una razón para respirar, y sin embargo negarse a tomar aire en medio del agotamiento del corazón. Una luz que se atenúa con el paso de los segundos; el tiempo se diluye al contemplarse en el renegrido espejo de la soledad.

Aprieto con mi mano izquierda la botella de champagne. Me he atado bien los cordones de los zapatos, aunque aun así lo vuelvo a comprobar antes de girar la llave de la puerta. Confirmo que voy olvidando mi música y mis audífonos; los encuentro en el cajón y salgo raudamente. Tres de la mañana. Me llama el mar. El vaivén de las olas requiere mi presencia. La oscilación de mis latidos exige mi partida. Voy rumbo a la playa, aunque en el fondo nunca sepa de verdad el destino al que me conduce mi intuición. Olvido por un segundo eterno mi futuro, y perdono por un instante fecundo mi pasado.

Las calles abandonadas. El alumbrado público difuminado por el espectral efecto de la neblina. El frío se ha desvanecido; la madrugada es abrigada, como si fuera el momento más propicio para la redención de las memorias trasegadas. El planeta quizás rota porque no soporta que el sol le contemple tan desvergonzadamente; en la claridad muestra lo sublime, mientras en el lado que aparta hacia la oscuridad desfoga su maledicencia. La oscuridad se revela más auténtica.

El mar me encuentra finalmente. Los zapatos y los calcetines están de más; los pies anhelan el roce gélido del agua salada. La luna no existe aquella noche. Un abigarrado espectáculo neblinoso y oscuro sublima mis sentidos. La música circula por mis oídos y estremece mis entrañas, deslumbra mis emociones, desencadena efluvios de placer a través de los intersticios de mi deseo. Me recuesto sobre la arena y destapo la botella. Me bebo del pico un par de sorbos dulces, y cierro los ojos rendido ante una extrema lucidez.

Sin quererlo, unos dedos extraños rozan los míos. Evito dejarme llevar por los miedos, y en cambio atajo la tibiez de su entrañable y suave textura. Abro ligeramente los ojos y la veo en silencio; los suyos cerrados, y una ligera sonrisa dibujada en su rostro. Un peculiar brillo me permite notar sus facciones en medio de la neblinosa oscuridad. La luna se ha aparecido de la nada y la ha iluminado. Es un hada. En el clímax delirante de mi enajenación, finalmente ella abre los ojos. Su sonrisa alcanza la plenitud. Por su nívea tez resbalan lágrimas inmaculadas.

El sol empieza a aparecer en el horizonte. La oscuridad empieza a tornarse púrpura. Ella no dejar que cese el roce de las yemas de sus dedos con las mías. Le brindo de mi champagne y se bebe dos profundos tragos, como si saciase una prolongada y misteriosa sed. El alba nos sonríe temprano. Me mira con la dulzura de sus pensamientos. Tomo uno de los extremos de mis audífonos; se lo paso y se lo pone en su pequeña oreja. Fluye la música en los dos. Me pasa su cigarrillo, le doy una pitada y se lo devuelvo. Cerramos los ojos; sonreímos.

«Entre nubes, voy».

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