viernes, 27 de enero de 2017

Despejado

Andaba yo caminando bajo un inmenso cielo estrellado, cuando una hoja seca que bailaba con el viento llamó mi atención. Inicialmente pensé que se trataba de un ratón, y fue curioso que haya seguido pensándolo incluso cuando pasaba ya junto a ella. Seguramente por eso evité pisarla, algo que acostumbro por el deleite que me provoca el ruido y la sensación de las hojas secas al crujir. Entre otras cosas por eso el otoño es mi estación favorita: otoños coloridos y brillantes, hojarascas que descansan a los pies de árboles semidesnudos.

Tras superar el incidente faunifloreano, continué mi trayecto con las ideas navegando en algún azucarado océano de remembranza. Fue entonces que de improviso apareció por mi costado derecho un magnífico gato atigrado, que me miró con esa oscura y vigilante expresión tan característica de los felinos. Me considero una persona de perros precisamente porque creo que tengo mucho de gato: reservado, autárquico, pero que cada tanto hurga entre el gentío. Por eso también mantengo un cierto temor reverencial hacia ellos.
 
Tras contemplar y graciosamente saludar al micifuz con un ligero gesto, intenté continuar mi camino, pero no pude; a los pocos pasos, desde mis espaldas, alguien me llamó por mi nombre. De entrada, no pude identificar su voz, así que simplemente me di la vuelta para constatar de quien se trataba. En efecto, la conocía, aunque no recordaba ya su nombre. Lo de conocerla, sin embargo, no se corresponde con lo que normalmente se comprendería en esta órbita dimensional. En definitiva, despertó en mí esa singular familiaridad que uno de repente puede tener con alguien desconocido; esa repentina y peculiar conexión que se establece con algún espíritu afín en un sempiterno instante.

-Desconozco tu nombre, o mejor dicho, no me ha venido dado.

-No hace falta que lo conozcas.

-Tú conoces el mío.

-¿Qué es un nombre? Ni siquiera lo escogiste.

-Podría cambiarlo; si decidiera que no me gustara, escogería otro y lo empezaría a usar.

-El nombre es algo que te asignan desde que eres un crío, y construyes tu identidad con él; y también te la constituye, te la moldea. Así como la fonética determina la fluidez y densidad de una composición o un texto, también de tu identidad enraizada en el sonido que se produce al pronunciar tu nombre.

-A mí también se me hace gracioso burlarme de los nombres, aunque sutilmente. O sea, yo mismo me río del mío, porque en realidad fue originalmente un apellido, y posiblemente ni eso, sino cómo se denominaba a algún pueblecito o localidad; a lo mejor en Inglaterra, de donde viene, era la ciudad de las despedidas, a donde todos iban a decirse hasta pronto. En inglés, obvio.

-Es una actividad edificante, vamos. Pero me refiero a que, por ejemplo, un nombre con una fonética estruendosa marca en buena medida la identidad y la vida misma de una persona. Así puedes ver que es habitual encontrar en los nombres masculinos mucho la letra r. Ya sabes que si a la r le acompañas una o más 'eres' al pronunciarla, genera un cierto efecto.

-Bueno, hay otras cosas de un nombre que podrían pesar más, como que fuese el mismo que el de tu padre o madre. Además, de dónde vengo, eso de pronunciar así las 'eres' más bien tendría el efecto de que crean que vienes de algún pueblo.

-Vengo de un pueblo, de hecho.

-Yo no, yo vengo de una enorme y congestionada ciudad, una ciudad en la que el sol siempre despierta a la misma hora, y alumbra fulminante y vertical. Una ciudad que estira sus brazos, se extiende y se sostiene de enormes montañas, de las que baja un frío andino y borrascoso.

-Sería bueno un poco de efectos especiales, ¿no?

-Es que, no consumo de eso.

-Pff, gracioso, me refiero a algo de música; y bueno, quizás sí algo de vino, me gusta el vino.

-Siendo así. ¿Quieres pasar? Estamos a dos pasos de mi casa.

-También a dos de la mía.

-Vaya, ‘tan vecinos y tan lejos, verte y no verte…’.

-‘Tan jóvenes y tan viejos, muera la muerte’.

 
-Pues qué, ¿lanzamos una moneda? -dije.

-Ahí va, ¿cruz o cara?

-En mis tierras decimos cara o sello.

-Sello, que rima con cuello, que rima con murmullo, que rima con repollo, que rima con retoño.

-Pues rimar rimar, te concedo lo de sueño.

-No he dicho sueño, además que aquí el poeta supuestamente eres tú.

-Poeta el famoso de mi nombre, yo no.

-Tienes mirada de poeta, tienes un aire... tienes que serlo; y si no lo eres, lo serás en mis pensamientos, en mi imaginación, en mi realidad.

-Cruz.

-Pues ha salido cruz, a tu casa.

Tenía preferencia por ir a mi casa, no tanto porque no quisiera conocer la suya, que si lo quería; sino porque tenía una absurda y casi enfermiza necesidad de escuchar un disco que me habían enviado en la mañana y que no había podido antes de salir. Como una extraña sed no saciada durante horas, y que solo podía serlo con un especial brebaje al que por fin tenía alcance. Por fortuna la moneda me favoreció. Pasamos y dije de la nada:

-Del invierno me gusta la nieve; la nieve, y los atuendos de los bebés. Quizás parezca un poco insulso, pero me alegra ver a los niños con esos mini-gorros o esas chaquetas diminutas. Me emociona siempre.

-Me agradan también esos atuendos invernales; de la nieve, algo menos.

-Desde hace un par de años me empecé a obsesionar con esos tocadiscos antiguos. En casa de mi abuelita había uno grande, en el que mi abuelito solía escuchar tangos. Según sé era muy aficionado a ellos, y en realidad debió haber sido así porque tenía una enorme colección de acetatos. Ojalá algún día los pueda rescatar. La cosa es que me he conseguido finalmente uno: pequeño, estaba de oferta, y aunque sé que quizás no podré tenerlo por mucho porque tenga que irme, no me resistí.


-Escuchar acetatos tiene algo demasiado especial.

-Si, aunque a veces creo que es solamente el sonidito ese de la aguja al inicio, que provoca una sensación de nostalgia, quizás artificial, o quizás de otra vida, de otra dimensión.

-No, es mucho más; bueno sí, la agujita endemoniada esa. Pero es otra cosa, es como si tuvieras ahí mismo al artista cantando, interpretando, teatralizando, en exclusiva, en vivo para ti. Cierras los ojos, y simplemente viajas a través de la música hacia una fantasía.

-Precisamente. Entonces sucumbí al deseo, y me compré uno, pasando por una calle de uno de estos barrios, un sábado, de venta de garaje. Imaginaba que cuando finalmente llegara el día de comprarme un tocadiscos, iba ser a una abuelita compungida pero risueña, que con cierto pesar tenía que dejar ir un sentido recuerdo de tiempos primaverales. Pero no. Se lo compré a un adolescente que dijo que se lo había regalado a su novia pero que a ella no le había gustado, y ahora lo tenía que vender.

-¿Qué vas a poner?

-Me llegó hoy un disco. Lo había estado esperando por mucho, o mejor dicho, esperé por mucho encontrarlo en acetato, y finalmente durante toda una tarde de resaca me puse a buscar por internet, y lo encontré. Me costó un buen dinero, porque tuve que importarlo de México, pero estoy seguro que valdrá la pena.

-¿De quién es?

-Silvio.

-Vaya, vaya, se me apetece, se me ha hecho agua la boca.

-No es uno de los clásicos, y de hecho, creo que sólo me interesaban más que nada una o dos canciones; ya sabes, lo habitual. Es el segundo de una trilogía que hizo allá en los 90s, vaya época para Cuba, pero inspiración no le faltó. De por allá también surgió El Necio, tremenda; y aún más, Quien Fuera, increíble. De esa trilogía me faltaba éste, que creo que se lo dedicó a su padre.

-A ver si lo escuchamos.


-Recordaba aquella vez que te encontré después de tropezarme con un gato.

-No te tropezaste, y fue hace un rato nada más.

-¿No decías que era yo el poeta?

-Eso no es poesía; tropezar con un gato, caminar junto a pato, conservar la cordura, para no caer en la locura. Suena más a un verso, que tu insulso intento.

-Pues vaya que andas con paladar negro.

-Relátame algo, andas ya mucho tiempo en silencio: qué será de tus letras, qué será de tus palabras, qué será de tu curiosa prosa.

-Es una ocurrencia, indefinible, que se escabulle en medio de la noche. Es el corazón de la memoria, que se arrulla bajo el cobijo de un halo de luna. Un susurro renaciente, una manía desterrada, una sonrisa reluciente, un recuerdo libre de congoja. Recurro al firmamento, me aferro a un pensamiento. Navega el bote sobre un mar esplendoroso, un piélago de dicha del que emerge una desafiante redención.

-¿Vas ya a brindarme una copa de vino?



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