domingo, 21 de septiembre de 2008

Invitado inesperado, ausencia desgastada


Lo llevaban en un automóvil de los años 60’s, probablemente un Volkswagen escarabajo, aunque para el caso esta curiosidad solo tiene importancia para darle un toque más de abandono al trasfondo de la historia. Por una calle empedrada, sin una señal que dirigiera el rumbo, lo trasladaban sin que supiera verdaderamente el lugar al que llegaría; sin embargo, su intuición era muy poderosa, y adivinar aquel lugar en el que pronto estaría, lo hacía estremecerse, hasta el punto de que el conductor preguntó si todo estaba bien, sin que llegara a escuchar una respuesta clara y convincente. Pero curvaron a la derecha, y se detuvieron junto a una vieja puerta restaurada con fisuras trucadas y una enorme aldaba dorada. Apenas se hubo bajado, el enorme portón se abrió lentamente, dejando traslucir un sitio adornado con una intrigante luz tenue, unas cuantas mesas disgregadas con elegancia sobre un piso de madera poblada de intrigantes y fantásticas figuras pintadas sutilmente. Lo dejaron sobre una mesa, en cuyo centro se ubicada fantasmagóricamente una gruesa vela, rodeada de lo que otrora fueran sus más orgullosos escalones y que hoy solo eran un extraño ornamento tributario de la solitaria gravedad. Frente a él, una dama, con el rostro cubierto de sombras, que haciéndose la distraída prestaba atención al invisible pianista del fondo y lo hizo estremecerse hasta provocar que la cuarteada mesa temblara. Se levantó, lo miró por un momento, y así como estaba, con un desdén rayano en el olvido, movió suavemente su brazo, cubierto por un largo guante negro de gamuza, y lo tiró al suelo como quien sopla a una abeja muerta hacia un infierno de lodo y perfidia. Cayó en el piso, sin todavía saber en donde se encontraba y temblando de frío como estaba, trató de ponerse de pié y levantarse, pero en ese momento dos damas jamás descubiertas, lo pisaron con ánimo de pena, y siguieron su camino de largo sin percatarse de nada más que de sus largos vestidos de cola. El difunto nunca fue enterrado, y flotando sobre un lago de soledad y sueños frustrados, a veces se asoma por debajo de un puente buscando ilusamente que la luna lo ilumine, pero la presencia de los nubarrones siempre conspiran a favor de su perpetua derrota. Ese ente, flotante; ese corazón, decadente.

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