sábado, 6 de marzo de 2010

UNA PALABRA PERDIDA

Las lejanas constelaciones siempre habían sido compañeras inseparables y agradables, presentes permanentemente en aquellos momentos solitarios en que solo tenía en mi mente los profundos recuerdos de aquellas tardes de abril en que miraba a tus ojos y mi corazón se sublimaba. Pero este día había neblina, había mucha neblina; y las estrellas, si todavía estaban ahí, se encontraban escondidas y tapadas, como tímidas doncellas aladas que prefieren guarecerse por entre las esquinas de una habitación sombría y olvidada.

Ahora observaba hacia el techo gris de mis párpados adormecidos, guardianes insufribles de las irrefrenables lágrimas que se desvanecían al llegar a mis pómulos y perderse en su llegada a las comisuras de mis secos labios. Pensaba en la amplitud de mi memoria, consciente testigo de la pesadumbre de mis olvidos y de la tristeza de mis remembranzas; era la escolta fantasma de las alegorías de aquellos pensamientos de lejanía entre las multitudes arrebatadas al griterío del aleteo de los colibríes. Era tu imagen la que a mi mente venía, como heladas gotas de témpanos colgados entre los hilos de la partitura de ese piano que solamente un dichoso violinista pudo alguna vez interpretar, apartándose un instante de los suaves murmullos de la música predestinada, al anclarse en el contrasentido de encontrarse obligado a tocar un instrumento equivocado.



Por eso te empecé a escribir una pequeña carta, en la que no quería expresarte mis verdaderos sentimientos, porque aparte de mi absurda y contradictoria hipócrita timidez, tenía la certeza de que siempre y toda la vida sabrías que mi corazón se deshacía ante tu insoportable presencia, al tiempo que mis ojos derramaban ilusiones a través del canto de la luciérnaga escondida en el interior de mis ideas. En esa carta, que decidí hacerla manuscrita con ese tonto tono escolástico que únicamente pudo haber nacido de mi insensata intuición, solamente quería enseñarte los caminos que seguí para encontrarte, y la manera en que me enfrenté al profundo abismo que abrieron las palabras que nunca dijiste y esperé absurdamente que pronunciaras, mirándome a los ojos y con tus manos en las mías.



Cuando hube terminado de escribirte aquella carta, decidí encender un candelabro y salir hacia la calle, como si en estado de sonámbulo estuviera; con sutileza y sin bullicio entreabrí la puerta de mi casa, y salí caminando hacia el pasillo que permanecía oscuro y en tinieblas. La carta aún entre mis dedos, y la cera caliente que por un instante dolorida a mi piel ponía; me dirigí hacia las gradas que todavía más oscuras se notaban y allí me senté por un momento. Cerré los ojos con mis lágrimas ardientes y solamente te miré en lo profundo de ese vacio que la noche me ocultaba; tomé entre mis manos esa carta, la puse por sobre el candelabro, y mientras las cenizas caían en remolinos de añoranza, regresaba de mis sueños a esa realidad agónica y vacía, ansiosa de encuentros y necesitaba de ilusiones.






Imagen tomada de: https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEg3g9ot0DAxwtCY6cf6uc5ilbMwSRo3i-Z0J-V7RX5GwwJEnR48osZdRb37O7yK_9W2Ppbxesd8TIe-HxM5ngj5B_uymSpvMvAhhs10ez1GJvY4OtQoYv6DwlBcIQGAgqOgTGVfxcD9HeXK/s400/vela+oscura.jpg

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