jueves, 18 de junio de 2009

UN CHOCOLATITO CALIENTE

Sin duda aquella vez fue de recuerdo -ya meses de ello realmente- pues no planifiqué intentar una travesía posiblemente de apariencia corta y poco aventurera, pero sin duda muy interesante, bastante curiosa. Salir del trabajo sin saber que hacer no es algo, diríamos con algo de ironía, muy normal; y, es irónico, porque uno pensaría que siempre se puede hacer alguna cosa, así sea respirar mientras recorre con la mirada las fantásticas figuras dibujadas en un conjunto melodioso y sinfónico de nubes anaranjadas en los albores de un tibio atardecer.

Caminé unos cuantos pasos tratando de descubrir –descubrirme- la naturaleza de mi inmediato y momentáneo interés; y así indagué un buen rato, mientras me adentraba por las rutas perdidas de “El Ejido”, sin siquiera reparar mucho en el destino escogido. Anduve observando las muestras expuestas de esas artes populares, destinadas con afán a los turistas extranjeros; unos lindos ajedreces que uno pensaría solo encontrar en ciudades de lo que en otros países llaman “el interior”, pero que acá no es más algo que creemos olvidado sin recordar lo olvidados que somos todos, hasta lo olvidadizos; por instantes, solo unas pocas personas, inolvidables.

La “Benjamín Carrión” era un destino encontrado, cruzado en medio del sendero, para adentrarse amigablemente pero, indudablemente, con curiosidad. La mirada rebuscando los resquicios de lo inolvidable; las anécdotas públicas de personajes soñadores y resguardados en la memoria de unos pocos, aun vivos, aun muertos. No permanecí inmutable; quizá, algo extrañado, quizá, quien lo sabrá, algo pensativo o, menos aún lo podré adivinar, nostálgico.

Ya lo había conocido antes, me había adentrado años atrás, casi sin recordarlo, en su fantástico mundo lleno de matices y encuentros lastimeros. Sin duda a mi mente las imágenes se hacían familiares, aunque ese tipo de familiaridad del rostro sublime que alguna vez miramos y nunca olvidaremos. Así fue ese, digamos, reencuentro con Carlos Monsalve, al entrar en sus pinturas, al transportarme a un mundo complejo y fantasmagórico, pero al mismo tiempo lleno de perfeccionismo e imaginación.

Los ferrocarriles trajeron recuerdos más profundos, más indelebles pero asimismo más tristes. No me decidí a mantener un momento de incolumidad ante aquellos recuerdos, sino, más bien, me dejé llevar por lo que mi corazón decidiera arbitrariamente. Y así fue, aunque a la larga las lágrimas que quizá hubieran querido brotar, permanecieron escondidas entre los nubarrones de una tormenta impredecible que nunca se permitió desembocar en algún paraje misterioso y tranquilo. Quizá por mi cara de sublimación, quizá por mi asombro o, quien sabe, por el interés ciego que mis grandes ojos demostraban, no fui ajeno a la pregunta de si mi vida tenía relación con el estudio de las artes, transluciendo mi sonrisa al contestas que tenía que ver con algo más pueril y menos luminoso, el espectro de las leyes.

Entiendo quizá que mi espíritu soñador me permitirá siempre tener la anécdota como certera, más allá de si haya o no sido un truquillo publicitario; por ser el último, pues ya cerraban y eso si es objetivamente real, dado que hasta las luces artificiales empezaron a disiparse, un pequeño obsequio se me entregaría, como para distraerme entre tanto y tanto en la lectura de alguna novela de aquellas que quizá leo con demasiada frecuencia, al separar las páginas y detenerme a contemplar el crepúsculo.

Finalmente, caminé con mi música alargándome la fantasía, recuperando en mi memoria las imágenes que podrían perderse, esas agraviantes señales de unicornios de colores, árboles con pájaros hechos humanos, los rostros de divas escondidas y guiadas por tenebrosos faunos. Así llegué a tomarme un capuchino a ese sitio donde también te dan chochos con chulpi y un vasito de agua. Y recordé que, quizá, no hubiera caído mal y quizá hasta hubiera sido mejor, tomarse un chocolatito caliente; y no porque el café haya sido maluco o no haya complacido a mi paladar; sino porque uno, muchas veces, debería luchar por mantener viva la contradicción, vivo el sabor agridulce de la vida en todo su esplendor, en su caminar complejo. Luego pensé y me respondí: no, el sabor amargo del cafecito era necesario, pues el chocolate ya me lo había bebido.
Y luego salí, y caminé, y me fui.


1 comentario:

Carlos dijo...

Hace algún tiempo me gustaba ir y sentir el Centro histórico de Quito como si lo viviera un turista. Me imaginaba "¿Qué pensarán?" "¿Les gustará?"

Y pasaba que en esa época yo tenía una novia canadiense que venía cada 6 meses. Me gustaba sentir eso de: Ver con mis ojos lo que ve ella, porque antes de su 1ra venida, tuve que conocerlo yo también, que ni idea tenía del centro y sur de nuestra bella ciudad :)

***********

Gracias Byron, por tu contundente respuesta en mi blog, y coincido contigo en que en un hipotético caso, debería primero encontrarse en la legislación del lugar que fuese si a los siameses se los considera/ba como a individuos independientes.

Un curioso vacío de Ley jaja ;)

Un abrazo bro!