viernes, 25 de septiembre de 2009

UN CAMINO PARA UN AYER

En aquel banco a uno de los costados del gris camino de piedras, como quien espera la caída de una nube enviada por un astro escondido por entre las escaramuzas de una noche de luna llena, se encontraba la mirada tímida de aquella mujer cuyos ideales conservaban su alma como la de una niña, pero con tristezas prolongadas que habían hecho de su corazón, hace ya un buen tiempo, el tema central de una canción de melancolía.
El acre polvo de aquel abandonado paraje, irritaba con poca compasión sus entristecidos lacrimosos ojos. No estaba con ánimo de hacer una lectura de alguno de los panfletos revolucionarios que, en forma de literatura kafkiana, permanecían ocultos dentro del bolsillo más amplio de su envejecida mochila; sin embargo, de su desgastado estuche, sacó sus lentes de marco celeste, y se los puso por sobre su delicada nariz y por delante de su destellante y quizás, con más precisión, desafiante mirada.

A tiempo estuvo tomada aquella decisión, evidentemente forzada por la circunstancia aparentemente perpetrada con planificación intencional, de parte del irrefrenable viento de ese eterno otoño boreal. En el preciso momento en que su perspectiva fue favorecida por aquel interpretador de melodías literarias y también de otras tantas malas hierbas, en la esquina inferior derecha de ese prepotente nevado volcán, conservó por unos instantes exagerados la permanencia de su observación, para darse encuentro con la mochila andante de algún desconocido de gafas anaranjadas y camisa a rayas.

Un camino pedregoso no es lo que una mirada atónita establece, cuando los ojos tristes de un espíritu imaginativo encuentran, frente a sí, la posibilidad cierta de la coincidencia inobjetable; sin duda, un pensamiento atraviesa el corazón, y lo lleva a interrogarse sobre su propia existencia, pues la sublimidad levanta un sendero de luces marítimas, como un faro en medio de una isla desierta, un haz de luz que solo una única persona esta destinada a ver y a entender, una única persona que detendrá su bote, lanzará a la arena de esa playa limpia de huellas los malheridos remos de una barca desaparecida en medio de los claros de una laguna de desconcierto, y correrá directamente hacia donde sus inspirados latidos la lleven.

Así fue como el transitar indefinible de aquella anónima mochila, cargada por algún peregrino de una desilusión colgada de un centenario árbol torcido, llegó hasta las cercanías del banco apartado de ese gris camino de piedras, donde permanecía absorta la mirada destellante de la princesa aquella, de los sueños olvidados en el primer pensamiento de una mañana de alguna pasada noche incierta.

La mirada esquiva no era algo ajeno a aquel ser humano, que aún lucha por mantener la ilusión de un latido de su corazón maltratado pero altivo; un latido extraordinario, no uno más como esos que se sienten cuando, en un momento de descanso, se pone la mano sobre el pecho y se piensa sobre la fragilidad de la vida. Por el contrario, esperaba y, finalmente, encontraba ese latido insospechado, que generó desde sus agotados pies, pasando por su incontestable sexo, hasta el pecho de sus pétalos marchitos, la sensación del paracaidista de cielo abierto, que pretende olvidar la caída última, y solo se queda contento con la marea de nubes por debajo de un infinito y luminoso azul.

Desde la otra orilla, el náufrago de propósitos, el ahogado por voluntad propia, encontró la soga arrojada desde el muelle de olvidos y nostalgias; no quiso esforzar sus brazos para sostenerse del ambiguo hilo de incierta salvación. Pero sin siquiera imaginarlo por un mísero instante, al pasar sus dedos por entre las costuras de una aparente medusa de fulminación, sintió el estremecimiento eléctrico que transformó sus alicaídos ojos en dos burbujas de soplos de niñez, de ilusión de fuego entre las llamas de una fogata mal apagada.

Las manos no atravesaron ni transgredieron el contacto de las miradas. Las amarillentas hojas de esos árboles plenos de ambiciones descuidadas, no caían más sobre los hombros de la doncella acostumbrada y del caballero resignado. Sin duda, el faro de la isla desierta prefirió la siesta, porque la luz que emergía al unísono desde la profundidad de las grietas de un corazón malherido, cegó su propia imaginación, dejando a solas las miradas y las manos extraviadas.
El banco al costado de la gris callejuela de piedras, no estuvo nunca más sometido al abandono de los vientos helados de las noches que parecen madrugadas pero que apenas intentan conformarse con ser mañanas. Desde los árboles no cayeron más hojas secas y, de las lluvias de Abril, solo quedó el caminar decididamente cansino de las miradas encontradas, que bien podrían haber sido pájaro, girasol, nube o, con más pomposidad pero no menos valentía, aureola rojiza de contradictorio ocaso alambicado y anticipado de un mañana que se olvida, y de un ayer que regresa.



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