jueves, 11 de febrero de 2010

PERDIDO

Un día despertó cerciorándose que los minutos habían perdido su valor, y que las horas no eran más que absurdas maneras de darse cuenta que la vida era demasiado corta y excesivamente fútil. Los días empezaban a pasarle como los perros que cruzan una calle transitada; intentan largo tiempo, amagando y con la cabeza gacha, enfrentando el temor y el riesgo a cada instante; pero de un momento a otro, o bien han cruzado, o bien se han ido de este mundo. Al final de cuentas, las dos opciones son instantáneas.

Al mirar de frente al Sol aquella tarde, murmuró en sus propios oídos, adentro de su pensamiento, aquella verdad que le cercenaba las ideas. Estuvo paralizado sin brújula que le guíe ni invenciones mágicas que le pudieran trasladar a algún lugar recóndito, alejado de sus cavilaciones absurdas y sombrías. Se cuestionó la permanencia de sus ojos en la profundidad de una mirada esquiva. Susurró a su sonrisa, la tentó por breves momentos, hasta que la negativa fue un azote. El agobio dejó de ser un pretexto, al transformarse en una serenata de sombras y lunas pasadas, de frases cortas y oscuras, llenas de tristeza y amargura. Los días le pasaban demasiado rápido, y llegaba a las noches pensando en la siguiente, sin reparar si quiera en la idea de soportar una mañana junto al atrayente y visceral cuerpo de alguna olvidadiza compañera de ocasión.



Se levantó aquella tarde sin descanso ni fortuna, rumbo al palacio de sus propias locuras y de aquellos sueños insoportables, escondidos y prófugos, perfumados y corrientes, ufanos y alambicados; esos que precisamente más despreciaba, esos que quería sepultar dentro de sarcófagos impenetrables, cerrados a fuerza de dolor y lágrimas de desconsuelo. No disfrutó ni un solo segundo de esos días posteriores, de esas tardes anaranjadas y lilas, que formaban paisajes falsos y maledicentes, que sólo le hacían recordarse a sí mismo que mañana no habría otra posibilidad y que aún si apretara el puño y jurará cumplir con su cometido, simplemente la vería y su corazón desvanecería su inexistente valentía; caería como un gota que al tocar el piso se desintegra y desaparece.



Por eso se dijo a sí mismo que no iba a continuar con esa batalla que ni siquiera la había podido empezar; y en aquellos momentos en los que pensó que llegaba altivo sobre un corcel imparable e imponentemente blanco, solo pudo esconderse detrás de la realidad de sus propios temores y de sus más repugnantes tristezas. Por eso no quiso volverla a ver ni presentirla posible. Solamente se dio el tiempo necesario para tomarse un vaso de vino y caminar por las heladas calles de su soledad, alumbrando con un candelabro, de vez en cuando, las huellas de su pasado, marcadas en sus manos y dolientes en su corazón.

Imagen tomada de: http://www.freewebs.com/daniel-aceromontoya/noche.jpg. Acceso: hoy.

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