lunes, 31 de mayo de 2010

COMPAÑERA INSEPARABLE

Vuelvo a caminar por sobre las sendas de mis pasos perdidos, rumbo al opaco espejo que me aguarda algunos pasos más allá o más acá. Me miro directamente a los ojos, los míos propios, y observo en su profundidad la perennidad de mi abandono. Me atrevo a alzar la vista hacia el costado, apenas un instante, y solo contemplo la oscuridad y el vacío, sin sentido en mi todavía corta vida, aunque quizás también las sombras perpetuas de los siglos que ya he vivido. Pero ahí es justamente cuando admiro a la concertista jamás invitada, a la invitada a quien nadie presentó, nadie concedió una pieza de vals, aquella a quien todos observaron y solo torcieron la mirada y se apartaron al son de la rabia. Presentía su presencia constante, su habitar en mi estar, como si yo no lo supiera, escondida entre sus propias lágrimas que, cada sol que sale y luna que aparece, descubro son las mías. Luego, ya, no te vuelvo a ver, pero siento el helado abrazo de tus cabellos infinitos; soporto con extraña dulzura la sensación invariable del pensamiento arrojado desde el cúmulo de las pasiones esfumadas, de las ilusiones olvidadas. Al fin, cuando te miran o te presienten junto a mí, acompañante perpetua de mis andanzas, me tuercen también, a mí, la mirada, y se espantan arrebatándome mis propias condolencias, dejando tras de sí los silencios de mis penas; y en aquellas superfluas y raras ocasiones cuando logran encontrarse con estos ojos, huyen de un corazón que, todavía, se mece en hamacas arrumadas hacia las viejas columnas derruidas de lo que pudo ser y, solo fue, lo que no pudo ser más, que aquello que terminó siendo. Sigo mi paso abandonado por la callejuela empedrada, mi bastón a la derecha, el sombrero alicaído encubriendo mis canas, mi guitarra a la espalda, y la compañera infatigable tomando mi mano, sin más razones que aquellas que me hicieron encontrarla y jamás abandonarla: desconsolada y convaleciente soledad.

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