domingo, 25 de julio de 2010

MADRUGA LA NOCHE

El sol salió y la noche no terminó. La madrugada había sido olvidada, cuando Juana salió de su dormitorio y se echó casi desnuda sobre la alfombra de su sala; los brazos extendidos y sus piernas alargadas, con la ligera manta que apenas cobijaba sus inquietantes formas. El frío abrumó sus pensamientos dejándola sin respiración por unos breves instantes, mientras el tímido calor de la mañana apenas se colaba por entre los dedos de sus manos. El olor del chocolate caliente proveniente desde algún rincón del viejo edificio donde residía, le hizo incorporarse y salir apenas vestida hacia las afueras de la suite en la que habitaba, la que le había cedido temporalmente un olvidadizo amigo suyo. Con los pies descalzos sintió lo áspero del mal limpiado piso del corredor, y caminó dejándose llevar por el tentador aroma que percibía su olfato. Llegó hasta el departamento 4-A, frente a cuya puerta se detuvo y permaneció unos cuantos instantes sin reaccionar; cerró los ojos y en lo que fue más un acto de apariencia que una verdadera manera de afinar sus sentidos, elevó levemente su quijada y expandió sus fosas nasales, solo con el objeto de intentar que el olor de aquel chocolate dulzón y penetrante llegara hasta el interior de su espíritu, llevándola a sentir la ausencia de la soledad que la tenía sepultada entre las sábanas dominicales de su mal arreglada y poco a poco apolillada cama. La puerta se abrió, de repente, pero nadie apareció inmediatamente; pensó que se trataba de uno más de aquellos fantasmas que la solían merodear en los nocturnos viernes abandonados de las más largas semanas de un abril insoportable. Abrió sus párpados y se encontró frente a la presencia de un inesperado, pero de apariencia insolente, desarreglado y no muy interesante vecino-transeúnte. Las palabras que debían haberse pronunciado, los versos que pudieron haber sido cantados, y las sensaciones que tuvieron que haber sido experimentadas, quedaron guardadas y añejadas en el cajón de los olvidos y las melancolías. La puerta se cerró y ella, caminando ya de regreso a su morada, sintió dos lágrimas brotar desde sus ojos, bajar por sus mejillas sonrojadas y descansar en las cercanías de las comisuras de sus labios, momentos cuando se sentó en el maltrecho sofá de su pieza, y cerró los ojos confirmando que la noche se prolongaba, pero acompañada del inclemente frío de la madrugada infinita.

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