lunes, 30 de junio de 2008

Historia Inconclusa

Ya lo escribí hace un buen tiempo (más de 6 meses), ahora lo vuelvo a publicar; ya continuaré con su escritura... cuando me vuelva a inspirar:


I

La aguja del tocadiscos bajó y, sutilmente, rozo el negro disco de acetato; apenas lo tocó y una dulce melodía empezó a percibirse a través del oído. Los poderosos pero todavía tenues rayos de sol entraban por la ventana de junto a la sala. Directo en la cara, en un principio no lograron que sus ojos se abrieran; pero luego de unos minutos, el nuevo e insólito calor de la mañana en la cara, causaron que sus párpados, cual gigante telón, permitieran dar paso a la gran obra teatral de esa jornada.

La música pronto empezó a llenar el ambiente, esa hermosa sinfonía de algún importante músico del renacimiento tardío. A su mente venían esas imágenes de los intrigantes cuadros de Dalí; recordaba aquella vez que en un museo de hace ya algún tiempo, se realizó una imponente exposición de los cuadros del insigne artista y, en aquella ocasión, por los ocultos parlantes del lugar, se propaga el dulce sonido de esas melodías que ahora escuchaba con melancolía.

Sintió los latidos de su corazón con inusual fuerza; no era algo que le causara preocupación o dolor físico, sino que más bien sentía como un estremecimiento que iba más allá de su presencia material en el mundo. Su alma, que había entrado en contacto con la irrealidad palpable de su existencia a través de sus oídos, ahora conquistaba toda su anatomía, llevándola por caminos pocas veces recorridos. Un corazón rojo y triangular, ahora formaba parte no solo de su cuerpo pues ya no estaba únicamente incrustado en medio de sus dos rosados pulmones, sino que en ese instante pasó a formar parte de algo mucho más trascendente; era un corazón desmaterializado.

Por sus pecosas mejillas empezaron a resbalarse unas pequeñas gotas, salidas por las orillas de sus ojos y que inexorablemente, como los ríos luchan contra piedras y montañas para encontrar a su azul amante el mar, se dirigían hasta sus labios. Junto a su delicada nariz, trascurrían ya con cierta fluidez y, luego, pasaban acariciando las comisuras de sus mágicos labios rojizos. No pudo evitar saborear el dulce sabor de esas amargas lágrimas, que le recordaban aquellos tiempos pasados que, en esos precisos momentos, tanto añoraba.

La aguja se trabó y la música se detuvo. El ensimismamiento terminó y el brillante cielo azul de la mañana, por fin le era evidente. Tenía un pequeño pañuelo celeste a su lado, con el que pudo secar sus lágrimas. Su pelo castaño, como dice la canción, estallaba en el cojín del sofá. El día anterior había estado sentada a la luz de la luna creciente, divagando en sus más oscuros y tristes pensamientos y, en ese estado de estupefacción, había caído dormida, temblando no por el frío que entraba a través de la ventana abierta, sino por la abrumadora soledad.

Se incorporó y olvidó por completó el ya medieval sonido del tocadiscos. Regresó a su diminuta habitación donde apenas había espacio para un colchón y decenas de libros regados por todas partes; sin embargo, también se había dado modos para poner una cafetera en un desvencijado velador de madera. No había agua ni café, así que solo pudo cambiarse de ropa y salir a dar un paseo por el parque.

Era domingo, el día más solitario de la semana. El desorden de la pieza, que era siempre aguantable pues no habían mayores cosas que pudieran quedar dispersas, en ese día le daban un toque desolador al lugar. No era la imagen de un sitio en el cual, la noche anterior, había habido alguna animada reunión o conversación entre amigos; era la imagen de un sitio descuidado y triste, conquistado por la gris solemnidad de la melancolía. Pero todo quedaría así, pues ordenar todo eso solo generaría más heridas insanables en el alma.

Salió y bajó por las gradas desde el quinto piso en donde habitaba. Nunca le había gustado utilizar el ascensor por miedo a encontrarse con alguien, lo cual tampoco tenía mayor sentido pues realmente el aparente ascensor que había allí, estaba averiado desde hace ya muchos años; era el lamentable reflejo de lo que alguna vez fue un bien avaluado edificio residencial.

A pesar de que ya los rayos del sol habían explotado en su rostro, cuando salió a la calle sintió que emergía desde un cloaca en la cual había permanecido toda su vida y, por primera vez, era capaz de percibir la luz del astro rey. Sus hermosos ojos celestes apenas si podían soportar aquella luminosa tempestad de fuego. Se mantuvo en su lugar por varios segundos hasta lograr adaptarse al nuevo medio. Frente a ella pasó un taxi de color rojo, completamente inusual; solo hizo sonar levemente su bocina para llamarle la atención, pero ella ni se percató de ello y siguió concentrada en vencer al poderoso cancerbero del sistema solar. De todos modos, eso fue como la primera campanada que le sirvió para, nuevamente, correr el telón del teatro.

Empezó a caminar sin rumbo cierto, pues había olvidado la idea del parque, sin embargo, quizá inconscientemente, sus largas y torneadas piernas le llevaban hacia aquel lugar. En la primera esquina, el vendedor del puesto de revistas la saludó cordialmente, como siempre lo hacía cada vez que la veía. Ella siempre solía responder, pero con inocultable desdén. Quizá porque el vendedor en realidad no tenía un aspecto muy agradable, menos aun por el tipo de revistas que aparecían en el mostrador; empero, él siempre la miraba con cierta extraña alegría, pues le recordaba a su ya “fallecida” hija, que vivía en Paris, y de la cual no había recibido correspondencia jamás, desde hace 20 años. La verdad es que a pesar de su desden, ella estaba segura de que los dos tenían algo en común, que lo evidenciaban cuando apenas se miraban por un par de segundos todos los días.

Ella continúo caminando y junto a ella pasó un mensajero de la más grande empresa de la ciudad. Él sentía un profundo delirio febril por ella y siempre se daba modos para encontrarla, así sea con la complicidad de las fuerzas ocultas que dominan las casualidades de la vida. Cuando ella se acercaba, automáticamente bajaba la vista al piso y, en el momento en que estaba uno al lado de la otra, la alzaba levemente para contemplarla por milésimas de segundo que para él eran lo que justificaba haberse despertado esa mañana. Sin embargo, ella jamás contestaba sus miradas, no porque quisiera ignorarlo, sino porque lo ignoraba naturalmente; en efecto, nunca lo había visto, era alguien que no había entrado ni de pasada por su vida. Para él, no había sol oculto detrás de la montaña cada madrugada, sino un breve luz de vida cada mañana en la calle de camino a su trabajo.

Ya estaba cerca del parque y, junto a la entrada, observó nuevamente el banco en el cual, todos los domingos, se sentaba durante largas horas de la mañana a contemplar a las palomas; a veces les llevaba migas de pan y les repartía, en otras ocasiones solo se quedaba ahí, paralizada, mientras ellas la rodeaban reclamando aquello que creían era su derecho. En ese día no llevaba nada, pero tampoco habían palomas y ella se dio cuenta de ello inmediatamente.

Efectivamente, todas sus transitorias compañeras de los domingos no estaban allí con ella. Lo primero que pensó fue en la muerte, aquella terrible señora que a todos nos espera y que solo nos protege hasta que llegue el momento de partir junto a ella. Descartó esa posibilidad pues en los árboles permanecían algunos nidos y, en uno de ellos, pudo encontrar un pequeño grupo de pollitos recién salidos de sus huevos, que chillaban por su alimento. Entonces pensó que estaban en otro lado y con su mirada recorrió lo más que pudo todo el parque y acertó. Todas las palomas que solían acompañarla, ahora estaban rodeando otra banca, ubicada a su izquierda a unos trescientos metros. Se sintió indignada y una gran furia invadió su corazón, especialmente cuando pudo ver a otra mujer dando de comer migajas de pan a las ingratas aves. En esos momentos estaba dispuesta a levantarse, acercarse a la otra banca, asustar a todas las palomas y darle su merecido a la usurpadora. Pero finalmente no lo hizo y se sintió más triste, más despreciada, más sola.

Antes de empezar a llorar, para evitarlo, tuvo que levantarse y dar una vuelta por el parque. Nunca había hecho eso, al menos no desde que era una niña. Solamente solía llegar a la siempre silente banca de la entrada y quedarse ahí durante horas para luego regresar a su pieza. Pero ahora empezó a dar una vuelta por los caminos del parque. A pesar de tratarse de un sitio de esparcimiento de ya bastantes años, se conservaba bien y siempre estaba lleno los fines de semana. Era un parque familiar, lleno de jardines, algunos de los cuales asemejaban, al menos para ella, los lastimeros paisajes que Van Gogh dibujaba.

Caminó durante un buen tiempo, a paso lento. En determinado momento, dejó de fijarse en lo que le rodeaba y solo se concentró en medir sus pasos, en calcular el tiempo que tomaba entre que la planta de su pie izquierdo dejaba de tocar el suelo, hasta que la punta de su pie derecho invadía por completo el piso; luego, empezó a poner atención en no cruzar con sus pies las líneas incrustadas en el camino y, cuando habían piedras o adoquines cuyas líneas resultaban ser infranqueables, no dudaba en invadir el pasto de los jardines; al final se dio cuenta de que era imposible evitar todas las líneas y volvió a sentir su profunda depresión.

Despertó de su momentáneo letargo al escuchar el embriagante sonido de una harmónica. Enseguida buscó con su mirada el sitio desde el cual provenía esa melodía y, luego de darse casi una vuelta completa de ciento ochenta grados, reparó en un señor vestido muy originalmente, con un frac de color verde militar, un pantalón café sin bastas que le llegaba hasta las canillas y un sombrero negro adornado con tres plumas de colores azul, rojo y blanco y una otoñal hoja anaranjada; el hombrecillo estaba sentado en una de esas sillas que utilizan los lustrabotas y tocaba su harmónica mientras ansioso esperaba que alguien depositara alguna moneda en la torcida taza de metal colocada en el piso y, de la cual, extraía cada moneda que le dejaban para conseguir una impresión más desgraciada de su realidad. Sin embargo, a ella le pareció ser una persona bastante curiosa y le causó interés; por ello, se quedo viéndolo por un buen rato, sin que él reparara en su presencia. En realidad muchas personas depositaban sus monedas, especialmente niños que alegres con ese sonidito solícitos pedían dinero a sus padres y se lo dejaban allí recibiendo del artista una cálida sonrisa.

Pasado unos minutos, ella estaba completamente ensimismada escuchándolo, en cierta medida recordando épocas de felicidad pasada. Tanto se distrajo en esos sonidos, que al final no se dio cuenta que el hombrecillo cambió su harmónica por una zampoña de la cual surgían sonidos más graves y huecos, con ese saborcito andino de lejanía y paz campestre. Empezó a sentirse embobada, somnolienta y tuvo que buscar una banca en donde sentarse, pues además no quería dejar de escuchar esa droga musical. Permaneció sentada, escuchando durante mucho tiempo. El hombrecillo ni siquiera se imaginaba que esa mujercilla estaba ahí sentada por él o, mejor dicho, por su arte; por eso, trataba de ignorarla, pero no le era posible, pues ella tenía una belleza única que nunca antes había visto.

Al final, ella se levantó pues sintió que algo la llamaba y se retiró del parque con cierta rapidez. Estaba regresando a su pieza, pero algo le hacía pensar que no debía volver, que debía hacer algo más y no quedarse postrada en un sofá o en un colchón pensando en la nada, divagando por las rutas de la Vía Láctea recorriendo mundos que jamás visitaría y creando ilusiones que nunca se cumplirían.

1 comentario:

Ursus Andinus - IronGandho dijo...

Estimadisimo Byron...

Que gusto volver a leer tu historia, te atrapa el relato, y aún cuando ya lo había leído, disfruté cada párrafo.

Continue con la historia para ver si tiene una conclusión, muy bien.

Saludos y que pases muy bien

Gandho